Page 188 - La iglesia
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Todos corearon su risa, excepto Ernesto. Los policías se despidieron de

               ellos  y  el  coche  se  perdió  de  vista  cuesta  abajo,  con  Perea  en  el  asiento
               trasero. Dris se marchó a casa, dejando a su padre con los sacerdotes. Félix le
               agradeció al anciano su ayuda.
                    —Desde  luego,  Saíd,  son  ustedes  los  mejores  vecinos  que  podríamos

               tener. Gracias.
                    —No  ha  pasado  nada,  gracias  a  Dios  —⁠celebró  el  anciano⁠—.  Mucha
               boquilla,  nada  más.  Ahora  marchan  a  comer,  y  tranquilos  —⁠Saíd  alargó  la
               palabra, como dándole más énfasis: tranquiiiiiiloooooos.

                                                             ⁠
                    —Pues le haremos caso —rio Félix—. Vámonos a casa, Ernesto.
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                    —Perdóname, pero no tengo apetito —⁠rechazó este, con la mirada baja—.
               Me voy a dar un paseo, si no te importa.
                    —¿Te acompaño? —se ofreció Félix⁠—. Tampoco tengo tanta hambre…

                    —Te lo agradezco, pero no. Necesito estar solo.
                    El  joven  cura  asintió  y  le  vio  alejarse  pendiente  arriba,  en  dirección  al
               Recinto. Saíd palmeó la espalda de Félix de forma cariñosa, algo que pilló por
               sorpresa al sacerdote.

                    —Padre, ¿si le digo una cosa no se enfada? Con todo el respeto, ¿eh?
                    —No he conocido a nadie más respetuoso que usted, Saíd. Puede decirme
               lo que quiera.
                    —En esta iglesia pasa algo extraño, ¿verdad?

                    Félix le interrogó con una mirada que Saíd aguantó con expresión serena.
               Si bien la pregunta del anciano no le había sorprendido por completo, sí que
               lo  habían  hecho  sus  ojos.  Unos  ojos  que  refulgían  de  sabiduría  tras  los
               cristales graduados. El sacerdote le respondió con otra cuestión.

                    —¿Qué quiere decir exactamente, Saíd?
                    Este miró el edificio con los ojos de quien contempla a un ser querido y
               enfermo en su lecho de muerte.
                    —Si esta es la casa de Dios, padre Félix, ya le digo yo que Dios no está en

               casa.









               Juan Antonio Rodero salió del NH Alberto Aguilera a las seis menos diez de
               la tarde. Remontó la calle que da nombre al hotel en dirección a la Glorieta de
               Ruiz  Jiménez  para  luego  torcer  a  la  izquierda  y  tomar  la  calle  de  San

               Bernardo. Mientras recorría los pasos que le separaban de la Residencia San




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