Page 192 - La iglesia
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con las rendijas brillantes de sus ojos. Justo cuando se disponía a explicarle el

               motivo de su visita, el cura se le adelantó.
                    —Me acuerdo perfectamente de todos mis feligreses ceutíes, y usted no es
               uno  de  ellos.  Sin  embargo,  a  pesar  de  no  conocernos  de  nada,  consigue
               localizarme  y  decide  recorrer  media  España  para  hablar  conmigo.  Creo  no

               equivocarme si le digo que sospecho la razón por la que está aquí.
                    El aparejador mezcló un resoplido de admiración con una sonrisa.
                    —Y me dijeron que estaba usted despistado. —⁠Juan Antonio recreó unas
               comillas con los dedos⁠—. Me parece que está mucho más lúcido que yo… al

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               menos de un tiempo a esta parte —puntualizó.
                    —Es fácil hacer pasar por loco a un anciano —⁠sentenció el padre Agustín;
               sabía  que  andaban  limitados  de  tiempo,  así  que  fue  directo  al  grano⁠—.  Se
               trata de la Iglesia de San Jorge, ¿verdad?

                    —Se trata de la iglesia, de mi hija, de una amiga… Algo va realmente
               mal, padre. Muy mal.
                    —¿Han vuelto a abrirla?
                    —Hace menos de dos semanas.

                    Las arrugas del rostro del sacerdote se hicieron más profundas.
                    —¿Y han encontrado la cripta?
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                    —También —respondió el arquitecto técnico—. Déjeme que le cuente la
               historia desde el principio.

                    —Se lo agradezco. Se llama Juan Antonio, ¿verdad?
                    —Así es, padre.
                    —Adelante —le invitó el jorgiano.
                    Juan Antonio le narró su primera visita a la iglesia acompañado de Maite

               Damiano en calidad de arquitectos, sin ocultar que días después ella se tiró
               por la ventana de su piso. Prosiguió su relato con el descubrimiento de la talla
               de  Ignacio  de  Guzmán,  haciendo  especial  énfasis  en  el  beso  que  su  hija
               Marisol le dio en el pie.
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                    —A partir de entonces, todo empezó a ir mal en casa —se lamentó Juan
               Antonio, sin apartar la mirada de los ojos del sacerdote. Este le observaba sin
               pronunciar palabra, concentrado en su discurso, como un estudiante aplicado
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               que asiste a una clase apasionante—. Mi hija comenzó a comportarse de un
               modo impropio de una cría de seis años. Tiene una fuerza descomunal para
               alguien  de  su  tamaño  y  muestra  una  agresividad  que  nos  aterra.  En  estos
               momentos está ingresada en el hospital, sedada de forma permanente. Ayer
               sufrió unas convulsiones inexplicables, nos dio un susto de muerte. Carlos, mi

               hijo de catorce años, está durmiendo en casa de su abuela; le ha cogido miedo




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