Page 196 - La iglesia
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—Juan Antonio, creo que la clave está en la última imagen. Creo que la

               clave está en el fuego.









               Jorge  Hidalgo  se  enteró  por  casualidad  de  que  una  unidad  del  091  había
               llevado a Manolo Perea a su casa, borracho como un piojo. Acababa de salir
               de su despacho en la comisaría de Paseo Colón cuando pasó frente a un grupo

               formado por tres policías de uniforme que comentaban el episodio en mitad
               del pasillo, entre risas. Al oír que se trataba del director de Caja Centro, se
               unió al corrillo.
                                                          ⁠
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                    —Conozco de vista a ese tipo —dejó caer el inspector—. ¿Tan mal iba?
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                    —Ciego hasta las trancas, Hidalgo —resopló el agente que había hablado
               con los sacerdotes⁠—. Anoche estuvo dando por culo a un viejo musulmán que
               vive enfrente de la iglesia, y esta tarde les ha montado el numerito a los curas
               en la misma puerta. Lo mejor fue la sarta de estupideces que soltó en el coche,

               algo así como que era el elegido del Señor y también algo de una estatua de
                                                                                          ⁠
               Cristo que le hablaba… Tonterías de capillitas hartos de priva —sentenció.
                    Hidalgo  se  despidió  de  los  agentes  y  salió  de  comisaría.  Nueve  menos
               diez  de  la  noche.  Era  viernes  y  al  día  siguiente  no  tenía  servicio,  así  que

               decidió tomar algo en alguna de las terrazas de la Plaza Ruiz. Dejó atrás la
               calle Padilla y remontó el paseo peatonal del Revellín. Hidalgo se detuvo de
               golpe poco antes de llegar a las escaleras que bajan a la zona de los bares de
               copas. Al principio no fue más que un zumbido leve, pero al cabo de unos

               segundos era como si un enjambre de insectos furiosos pasara por encima de
               su  cabeza  en  vuelo  rasante.  Elevó  la  vista  al  cielo  y  vio,  una  vez  más,  la
               terrible y multiforme nube de estorninos desplazándose a toda velocidad. Una
               joven  pareja  cruzó  una  mirada  divertida  al  pasar  por  su  lado:  el  inspector

               parecía loco o drogado, mirando a las musarañas con la boca abierta. Ni en
               sueños habrían adivinado lo que sus ojos veían.
                    Dio media vuelta y siguió el río de negrura que fluía por encima del Paseo
               del Revellín. Ni siquiera se dio cuenta de que sus zancadas eran cada vez más

               rápidas. Los ceutíes, incapaces de detectar el torrente de maldad que recorría
               la ciudad, paseaban bajo la luz amarilla de las farolas con total tranquilidad.
               Algunos  giraban  la  cabeza  al  paso  del  policía,  que  corría  como  si  temiera
               perder el tren más importante de su vida. Otros cogían más fuerte de la mano







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