Page 251 - La iglesia
P. 251

XIII


                                 MIÉRCOLES, 20 DE FEBRERO







               Fernando  Jiménez  se  personó  en  la  explanada  de  la  Iglesia  de  San  Jorge
               alrededor de las diez de la mañana. Tuvo que ir caminando: las autoridades
               habían cortado la calle que llevaba a la iglesia a cuenta de la demolición. Ni

               siquiera  el  omnipresente  R5  de  Saíd  estaba  en  su  sitio  de  costumbre.  La
               Asamblea no había perdido el tiempo. La diócesis de Cádiz había firmado el
               permiso de derribo el martes, y el miércoles a primera hora estaban tirando
               los muros, lo único que había quedado en pie después del incendio.

                    El contratista quería ver el edificio tras el derrumbe. Tenía la mosca detrás
               de la oreja, algo no le cuadraba. Había visto la iglesia por dentro, y tenía buen
               ojo para evaluar el estado de una cubierta. Aquella estaba bien. ¿Una grieta y
               todo el tejado abajo, así, de repente?

                    Y una mierda.
                    Se plantó con los brazos en jarras a una distancia prudencial de la obra.
               Dos  excavadoras  pesadas  mordían  los  muros  con  sus  palas.  A  cada
               movimiento de palanca del operador, un trozo de pared de más de trescientos

               años de antigüedad caía abatido. Ejecución sumarísima. ¿Destruir un edificio
               tan antiguo sin que nadie se echara las manos a la cabeza? Impensable. Según
               le habían soplado en el ayuntamiento, la diócesis de Cádiz había instado a que
               se demoliera el edificio hasta sus cimientos.

                    —¡Buenos días, don Fernando! —⁠le saludó una voz con acento árabe⁠—.
               ¿Cómo está?
                    Jiménez giró la cabeza para encontrarse con Saíd. El viejo dejó en el suelo
               unas bolsas de plástico que contenían macetas de hierbabuena. Ahora podría

               reponerlas sin peligro a que se marchitaran.
                                                                                               ⁠
                                                           ⁠
                    —Hombre,  Saíd,  buenos  días  —le  devolvió  el  saludo  Jiménez—.  Aquí
               ando, viendo cómo dejan esto plano. Cuando acaben va a tener más sitio para
               aparcar su Renault.

                                                                   ⁠
                    —¿Perdió mucho material ahí dentro? —le preguntó Saíd.
                    —Nada que no me haya compensado la Asamblea. Al final ha sido hasta
               rentable.  El  que  tiene  un  disgusto  de  la  hostia  es  Abdel:  le  encantaba  la



                                                      Página 251
   246   247   248   249   250   251   252   253   254   255