Page 252 - La iglesia
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iglesia. A mis hijos y a mí, sin embargo, no nos gustaba ni un puto pelo.
Estaba gafada.
—¿Gafada?
—Más que un gato negro rompiendo un espejo debajo de una escalera un
martes y trece. Y ese techo. —Señaló hacia las ruinas de la iglesia, justo
cuando una pala hidráulica destrozaba un trozo de muro—. Ese techo no se
cae solo ni de coña. Aquí tuvo que pasar algo. —Clavó una mirada suspicaz
en Saíd—. ¿Usted no vio nada raro esa noche?
—Nada —mintió Saíd—. Yo salí a la calle cuando oí el techo
derrumbarse.
Jiménez torció el gesto.
—Pues le digo yo que ahí pasó algo que no quieren que sepamos. Me
extraña mucho que nadie avisara a los bomberos a la primera señal de fuego.
Y que se caiga esa cubierta, que estaba de puta madre… La Asamblea miente,
la diócesis miente, el periódico miente, las noticias mienten. Aquí miente todo
dios.
Saíd decidió tirarle de la lengua.
—¿Y qué cree usted que pasó en realidad?
Jiménez soltó un gruñido antes de responderle.
—Yo creo que esa iglesia estaba encantada, si es que una iglesia puede
estarlo. Le juro que nunca he creído en esas tonterías, pero era entrar ahí y se
me erizaban hasta los pelos de los huevos. La picha ni le cuento: se me ponía
del tamaño de un burgaíllo, aunque a mi edad tampoco es de extrañar. Si esto
le pasara a cualquier otra iglesia, y más tan antigua como esta, Patrimonio la
reconstruiría… Pero sé de buena tinta que la diócesis se ha empeñado en que
la echen abajo, y a mí me parece cojonudo, qué quiere que le diga. Si ese
edificio traía ruina, que le den mucho por culo. ¿Usted qué opina?
Saíd recogió las bolsas de las macetas y le dedicó una sonrisa amable,
como todas las suyas.
—Que la casa de Dios no está en las iglesias, ni en las mezquitas, ni en las
sinagogas, sino en nuestros corazones. Buenos días, don Fernando.
Jiménez le despidió con un gesto. Meneó la cabeza, echó un último
vistazo a lo que quedaba de la Iglesia de San Jorge y bajó la cuesta,
alejándose del estruendo de las máquinas de demolición mientras reflexionaba
acerca de las palabras de Saíd.
—Jodío moro, qué razón tiene —se dijo en voz alta.
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