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EL PRIMER TRABAJO DE UN MÉDICO
RESIDENTE.
A los 24 años había logrado culminar mi más grande anhelo y sueño:
ser médico general. Un año atrás cumplí con la medicina rural; y, dos
antes, finalizaba el internado rotativo. Aún, cuando fui médico rural, no
me sentí doctora, porque pese a tratar a los pacientes bajo propios diag-
nósticos y recetas, todavía estaba presente la supervisión de mis jefes
del distrito de salud más cercano, lo cual me llevó a creer que no estaba
sola en el campo de batalla; sin embargo, creo que ese año es crucial en
la medicina, ya que se logra comprender, desde otro punto de vista, la
dolencia de un paciente y su necesidad de recuperación para mantener
una numerosa familia.
En casos como aquel, que no son pocos, salvar una vida era salva-
guardar la vida de diez niños, hijos una madre soltera, sustento de hogar,
con varias comorbilidades que, por lo tanto, necesitaba un estilo de vida
llevadero para salir a buscar solvencia para su hogar. Vivir tan cerca de
la pobreza, la necesidad, la violencia, hace que un médico a la hora de
prescribir piense en todos estos factores y evalúe si un paciente puede
acceder a esa medicina. Yo lo pensé en incontables ocasiones, dado que
esas consideraciones, me llevaron a ser mejor doctora, sí, pero más hu-
mana, también. Y aprender así, a dirigirme con cautela a la hora de emitir
un diagnóstico ante un paciente que recibe la noticia de su grave enfer-
medad, me permite cerrar los ojos y, en un suspiro, recordar todo lo que
hay detrás de esa persona y que su familia lo espera. Desde allí tengo
presente siempre que no trato a una enfermedad, sino a un ser humano.
Una tarde de enero del presente año -2020-, fui contratada en una
casa de salud, convirtiéndose en mi primera oportunidad de trabajo con
un corto currículum, acorde a mi edad. No fue planeado, ya que ese día
acompañé a una amiga, quien solicitaba el empleo y tenía varias reco-
mendaciones, por lo cual, fue contratada y empezaba su guardia de inme-
diato; por mi parte, no tenía trabajo, ni actividades universitarias. ¿Qué
me impedía quedarme, aprender y adquirir gratis unas prácticas más?
Nada.
Fue increíble cuando, culminando las dos la guardia, la directora de
la clínica me propuso que me quede, pues mi trabajo le había parecido
bueno. Se me iluminaron los ojos, o tal vez se llenaron de lágrimas, no
lo sé, pero acepté sin dudarlo. Siempre fui apasionada por mi carrera,
por aprender, y también miedosa respecto a enfrentarme a algo descono-
cido, por lo que cuántas veces pude, evité ese tipo de situaciones. De tal
manera, el trabajo sería una nueva fuente de conocimiento infinito, para
mejorar las destrezas, habilidades, y estar a la altura de cada uno de los
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