Page 324 - ANTOLOGÍA POÉTICA
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BIOGRAFÍA
Isidore Lucien Ducasse, también conocido como El Conde de Lautréamont, fue un
poeta franco-uruguayo, distinguido por su culto romántico del mal. Aunque suele
clasificarse entre los decadentes, es considerado uno de los percusores del surrealismo.
Hijo del diplomático francés en François Ducasse y Celestine Jaquette Davezac, nace en
Montevideo, Uruguay, el 4 de abril de 1846, durante la Guerra Grande. Su madre muere
cuando él tiene tan solo un año y ocho meses, y esto y acontecimientos ligados a la
guerra influenciaron su carácter. A los 13 años se fue a Francia a estudiar, y, después de
un viaje a Uruguay en 1867, se asentó permanentemente en Paris. Su padre, que vivió
en Montevideo hasta su muerte, le envió siempre dinero para su sustento. Se
desconocen sus estudios superiores
Publica los primeros cantos poéticos de su obra Los cantos de Maldoror en 1868. Sin
embargo, el editor Lacroix se negó a vender el libro porque temía ser acusado
de blasfemia u obscenidad.
Murió en noviembre de 1870, a los 24 años. Poco antes, había pagado al editor para que
le permitiera imprimir 10 ejemplares de Los cantos de Maldoror, aunque a estas alturas
ya no parecía muy interesado en su obra, cuyo primer canto había publicado 2 años
antes anónimamente. En la casi invisible edición belga aparece el seudónimo de Conde
de Lautréamont, y aunque esta obra sea un clásico de la poesía hoy en día, en su
momento tuvo poco éxito.
El anonimato del conde se volvió un misterio que muchos intentaron resolver durante
mucho tiempo. En realidad, a día de hoy aún se desconoce mucho de su corta vida.
POEMAS
CANTOS DE MALDOROR
Fragmentos del Primer Canto
He visto, durante toda mi vida, a los hombres de estrechos hombros, sin exceptuar uno
solo, cometer actos estúpidos y numerosos, embrutecer a sus semejantes y pervertir las
almas por todos los medios. Llamen «gloria» a los motivos de sus acciones. Viendo
tales espectáculos quise reír como los demás, pero eso, extraña imitación, era imposible.
Tomé una navaja cuya hoja tenía un filo acerado y me abrí las carnes en los lugares
donde se unen los labios. Por un instante creí alcanzado mi objetivo. Miré en un espejo
esa boca lacerada por mi propia voluntad. ¡Era un error! La sangre que corría en
abundancia de ambas heridas impedía, además, distinguir si aquella era en realidad la
risa de los demás. Pero, tras unos momentos de comparación, vi que mi risa no se
parecía a la de los humanos, es decir, que no me reía.”