Page 227 - Confesiones de un ganster economico
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de las personas. Aunque habían transcurrido dos meses ya, los que antes de la tragedia
habían vivido o trabajado en aquel lugar, los supervivientes, continuaban allí. Ocioso,
de pie delante de su pequeño establecimiento de zapatero remendón, un egipcio
meneaba la cabeza con aire de incredulidad.
— Es que no consigo acostumbrarme —murmuró—. He perdido muchos clientes,
muchos amigos. Mi sobrino murió ahí —agregó con un ademán hacia el cielo azul —.
Creo que vi cómo saltaba... No estoy seguro, ¡fueron tantos! Se agarraban de las manos
y agitaban los brazos como si pudieran volar.
La sorpresa fue que los transeúntes hablaban los unos con los otros, ¡en Nueva York!
Y hacían algo más que hablar. Las miradas se encontraban, tristes pero con una
expresión compasiva, con una media sonrisa que decía más que un millón de palabras.
Pero había algo más, una impresión extraña que transmitía el lugar mismo. Al
principio no conseguí definirla, hasta que me di cuenta: era la luz. La parte baja de
Manhattan siempre había sido un desfiladero sombrío, allá por los tiempos en que
andaba yo por aquellos lugares tratando de reunir capital para IPS y discutiendo la
estrategia con mis banqueros de inversiones mientras almorzábamos en el comedor del
Windows on the World. Era preciso subir muy alto para ver la luz, hasta lo más alto
del Word Trade Center. Ahora llegaba al nivel de la calle. El desfiladero estaba
reventado y los que caminábamos por las aceras junto a las ruinas recibíamos de lleno
los rayos del sol. No pude dejar de preguntarme si sería esa visión del cielo y de la luz
lo que había contribuido a abrir los corazones de la gente. Sólo pensarlo me daba
reparo.
Doblé la esquina de Trinity Church y enfilé por Wall Street, de regreso a la Nueva
York de siempre, envuelta en sombras. Ni cielo, ni luz. La gente caminaba por las
aceras a paso rápido, sin hacer caso de nadie. Un guardia le echaba una bronca a un
automovilista que había calado el motor.
Me senté en la primera escalera que encontré. Era el número catorce. De algún
lugar salía un ruido como de un ventilador o un sopladero gigantesco. Parecía brotar
del inmenso muro de piedra del edificio de la Bolsa. Me fijé en las gentes que dejaban
a toda prisa las oficinas para encaminarse a sus casas, o en busca de un restaurante o
un bar donde continuar discutiendo de negocios. Algunos, no muchos, caminaban
emparejados en animada charla. Pero la mayoría iban solos, callados, rehuyendo la
mirada del observador curioso.
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