Page 230 - Confesiones de un ganster economico
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Levanté la mirada y contemplé el rascacielos con respeto. A comienzos del siglo
pasado, el 14 de Wall Street representaba lo mismo que más tarde significó el World
Trade Center, el símbolo óptimo del poderío, de la prepotencia económica. Bankers
Trust había sido una de las empresas que me ayudaron a financiar mi compañía
productora de electricidad. Formaba parte de mi patrimonio. El patrimonio de un
soldado, como había diagnosticado el afgano con gran exactitud.
Que mi jornada hubiese concluido con semejante conversación me pareció una
extraordinaria coincidencia. Coincidencia. Una vez más esa palabra me hizo
reflexionar. Yo opinaba que son nuestras reacciones a las coincidencias las que dan
forma a nuestras vidas. ¿Cómo debía reaccionar en este caso?
Seguí caminando, buscando con la mirada entre las cabezas de la multitud, pero no
volví a verlo. Al pasar frente al edificio siguiente vi una estatua inmensa envuelta en un
plástico azul. La inscripción de la piedra proclamaba que aquello era el Palacio
Federal, en el 26 de Wall Street, donde George Washington juró como primer
presidente de Estados Unidos, el 30 de abril de 1789. Es decir, exactamente el lugar
donde un hombre asumió por primera vez, mediante juramento, la responsabilidad de
garantizar la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad para todos. Tan cerca de la
Zona Cero. Tan cerca de Wall Street.
Rodeé la manzana para entrar en Fine Street. Allí me tropecé cara a cara con el
cuartel general del Chase, el banco creado por David Rockefeller con la semilla del
petróleo y la dedicación de hombres como yo. Ese banco, institución al servicio de los
EHM y maestro en la promoción del imperio global, en muchos sentidos era el
verdadero símbolo de la corporatocracia.
Recordé haber leído alguna vez que el World Trade Center había sido un proyecto
lanzado por David Rockefeller en 1960, y que últimamente muchos lo consideraban
una especie de albatros, una entidad fallida desde el punto de vista financiero, mal
adaptada a las modernas tecnologías de la fibra óptica y de Internet, y agobiada por
una dotación de ascensores ineficiente y demasiado costosa. La voz popular llamó
David y Nelson a esas torres gemelas. Hasta que cayó el albatros.
Seguí caminando despacio, casi de mala gana. Aunque la tarde era calurosa, sentí
un estremecimiento y noté que se adueñaba de mí una extraña ansiedad, como un
presentimiento. Al desconocer su origen, traté de sacudírmelo y aceleré el paso. De
esta manera, al poco me hallé de nuevo frente al agujero humeante, el metal retorcido,
la gran cicatriz de la Tierra. Apoyé el hombro en un edificio que se había salvado de la
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