Page 226 - Confesiones de un ganster economico
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                           Se refería, continuó diciendo, a nuestras compañías petroleras que entrarían en la
                        selva y a las fuerzas militares que las escoltarían.
                           —Hemos visto lo que hicieron con los huaorani. Destruyeron su selva, ensuciaron
                        sus ríos y mataron a muchos, hombres, mujeres y niños. Hoy los huaorani casi han
                        dejado de existir como nación. No permitiremos que nos ocurra a nosotros. No
                        dejaremos que entren las petroleras en nuestro territorio, lo mismo que no permitimos
                        la entrada de los peruanos. Todos hemos jurado luchar hasta que caiga el último. 1
                           Esa noche nuestro grupo se sentó alrededor del hogar central, en una bella casa
                        comunal de los shuar, pavimentada de caña de bambú y cubierta por un techo de paja.
                        Les conté mi conversación con Shakaim. Todos nos preguntábamos qué otros pueblos
                        del mundo tendrían parecida opinión en cuanto a nuestras compañías petroleras y
                        nuestro país. ¿Cuántos temían, como los shuar, nuestra irrupción en sus vidas, y la
                        ruina de su cultura y sus territorios? ¿Cuántos nos odiaban?
                           La mañana siguiente bajé a la pequeña oficina donde teníamos nuestro
                        radiotransmisor, para llamar a los pilotos que debían pasar a recogernos pocos días
                        después. Mientras estaba hablando con ellos se oyó un grito.
                           — ¡Dios mío! exclamó a través de las ondas—. ¡Nueva York está siendo atacada!
                           El operador estadounidense aumentó el volumen de la radio comercial que hasta
                        ese momento había suministrado música de fondo. De esta manera recibimos minuto a
                        minuto, y durante media hora, la narración pormenorizada de lo que estaba
                        ocurriendo. Jamás olvidaré ese día, como supongo que les ocurrirá a cuantos lo han
                        vivido.
                           De regreso en mi casa de Florida sentí la necesidad de visitar la Zona Cero, el lugar
                        donde estuvieron emplazados los rascacielos del World Trade Center. Aproveché la
                        primera oportunidad para volar a Nueva York y llegué a mi hotel de las afueras hacia
                        la primera hora de la tarde. Aunque estábamos en noviembre, el día era soleado, casi
                        primaveral. Paseé muy animado por Central Park, y luego me dirigí a aquella parte de
                        la ciudad donde había pasado tantísimo tiempo, al sector próximo a Wall Street que
                        ahora llaman la Zona Cero.
                           A medida que me acercaba, mi entusiasmo se desvaneció reemplazado por una
                        sensación de horror. La vista y el olfato recibían las impresiones más fuertes: la
                        destrucción increíble, los esqueletos retorcidos y fundidos de los que habían sido unos
                        titánicos edificios, el humo acre, los restos carbonizados, el hedor a carne quemada. No
                        era lo mismo verlo por la televisión que hallarse allí.
                           Yo no había previsto nada por el estilo... ni, especialmente, la actitud




























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