Page 228 - Confesiones de un ganster economico
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                           El alarido de una alarma me sobresaltó. Un hombre salió a toda prisa de un
                        despacho y apuntó hacia su coche con la llave para silenciar la alarma. Al cabo de un
                        rato, hurgué en mi bolsillo y saqué un pedazo de papel cuidadosamente doblado que
                        contenía unas estadísticas.
                           Entonces lo vi. Caminaba por la acera con los ojos bajos. Luda una barba gris
                        alborotada y un abrigo mugriento que desentonaba mucho en esa tarde calurosa y en
                        Wall Street. Adiviné que era un afgano.
                          El me miró, titubeó un instante y subió los peldaños. Con una breve inclinación de
                        cabeza, se sentó a mi lado pero dejando como un metro de distancia entre ambos. La
                        mirada fija al frente me indicó que si deseaba conversación, debía ser yo quien la
                        empezase.
                           — Bonito día.
                           —Muy bonito. En tiempos así se agradece un poco de sol —habló con marcado
                        acento.
                           —¿Por lo del World Trade Center, quiere decir?
                           Él asintió.
                           —Usted es de Afganistán, ¿no?
                           Me miró con sorpresa.
                           —¿Tanto se me nota?
                           —Es que he viajado mucho. Hace poco visité los Himalaya. Y Cachemira.
                           —Cachemira. — Se mesó la barba—. Guerra.
                           —Sí. La India y el Pakistán. Hindúes y musulmanes. Como para dudar de las
                        religiones, ¿verdad?
                           Su mirada se tropezó con la mía. Tenía los ojos de color pardo muy oscuro, casi
                        negro, y me parecieron tristes y cargados de experienda. Se volvió hada el edificio de
                        la Bolsa y lo señaló con el largo y huesudo índice.
                           —Sí. —Entendí el gesto—. Tal vez sea por la economía, no por la religión.
                           —¿Eras soldado?
                           No pude contener una sonrisa.
                           — No. Asesor económico. — Le mostré el papel lleno de estadísticas —.
                        Éstas eran mis armas.
                           Él tomó el papel en sus manos. —Números...
                           — Estadísticas del mundo.
                           Él se quedó mirando el papel y luego soltó una breve carcajada. —No sé leer.
                           —Y me lo devolvió.
                           —  Esos  números  dicen  que  todos  los  días  mueren  de  hambre



























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