Page 64 - Confesiones de un ganster economico
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                          malayo, evitaba buena parte de las conjugaciones, los verbos irregulares y otras
                          complicaciones características de muchas lenguas naturales. A comienzos de la
                          década de 1970 lo hablaba la mayoría de los indonesios, aunque estos seguían
                          empleando el javanés y los demás dialectos locales dentro de sus respectivas
                          comunidades. Rasy era un maestro estupendo, con gran sentido del humor, y
                          comparado con el shuar, o incluso el español, el estudio del bahasa resultaba
                          fácil.
                            Rasy tenía un ciclomotor y se empeñó en mostrarme su ciudad y su gente.
                         «Voy a enseñarte un aspecto de Indonesia que todavía no has visto», me
                         prometió una tarde, invitándome a montar detrás de él en su máquina.
                            Pasamos por teatrillos de sombras, orquestas de instrumentos tradicionales,
                         escupefuegos, malabaristas y buhoneros que vendían toda clase de artículos,
                         desde música americana de contrabando hasta las más curiosas artesanías
                         indígenas. Por fin aterrizamos en una minúscula cafetería poblada de hombres y
                         mujeres jóvenes cuya indumentaria, sombreros y peinado habrían quedado
                         perfectos en un recital de los Beatles a fines de la década de 1960. Pero todos
                         ellos eran inconfundiblemente indonesios. Rasy me presentó a un grupo que
                         ocupaba una de las mesas, y que nos hizo un hueco.
                            Todos hablaban inglés con mayor o menor soltura, pero agradecieron y
                         elogiaron mis esfuerzos por expresarme en bahasa. Abordando el tema con
                         franqueza me preguntaron por qué los estadounidenses nunca se tomaban la
                         molestia de aprender su idioma. No supe qué contestar. Ni conseguía explicarme
                         por qué era yo el único americano o europeo en aquella parte de la ciudad,
                         cuando pululaban tantos de ellos en el Golf and Racket Club, los restaurantes
                         finos, los cines y los supermercados de lujo.
                            Esa noche la recordaré toda la vida. Rasy y sus amigos me trataron como a
                         uno de los suyos. Experimenté una sensación de euforia al hallarme allí
                         compartiendo su ciudad, su comida y su música, aspirando el humo de los
                         cigarrillos de clavo y otros aromas característicos de sus vidas, bromeando y
                         riendo con ellos. Era como volver al Peace Corps y me pregunté qué me había
                         hecho querer viajar en primera clase y alejarme de personas como aquéllas.
                         Conforme avanzaba la velada empezaron a tirarme de la lengua, deseosos de
                         conocer mis opiniones sobre su país y sobre la guerra que estábamos haciendo en
                         Vietnam. Todos se manifestaron escandalizados por lo que llamaban «una
                         invasión ilegal» y muy aliviados al comprobar que yo compartía sus puntos de
                         vista.
                            Cuando regresamos era tarde y el parador estaba a oscuras. Le agradecí
                         efusivamente a Rasy que me hubiese invitado a su mundo y él

























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