Page 67 - Confesiones de un ganster economico
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La civilización a prueba
Q uiero que conozcas a un dalang —anunció Rasy, radiante—. Ya sabes, los
famosos titiriteros indonesios. —Era evidente su satisfacción por tenerme de
nuevo en Bandung—. Esta noche da una función muy importante en el barrio.
Me llevó con su ciclomotor por partes de la ciudad que no sabía ni que
existieran, atravesando barriadas de kampong, casas tradicionales de Java que
parecían templos en miniatura pero en versión pobre, con cubiertas de teja. Allí
no se veían las espléndidas mansiones coloniales holandesas ni los edificios de
oficinas a los que yo estaba acostumbrado. La población era visiblemente humilde
pero lo llevaba con gran dignidad. Vestían sarongs estampados en batik,
deshilachados pero limpios, blusas de vivos colores y sombreros anchos de paja.
En todas partes fuimos recibidos con sonrisas y cordialidad. Cuando nos
detuvimos, los niños acudieron corriendo a tocarme y a palpar la tela de mis
vaqueros. Una chiquilla me prendió en el cabello una fragante flor de frangipani.
Estacionamos la motocicleta cerca de un teatro al aire libre donde se habían
congregado ya varios centenares de personas, unas de pie y otras sentadas en
sillas plegables. El cielo completamente despejado auguraba una noche
espléndida. Aunque estábamos en el centro de la ciudad vieja de Bandung, no
había alumbrado público y las estrellas titilaban sobre nuestras cabezas. En el
aire flotaban aromas de cacahuete, de clavo, de hogueras de leña.
Rasy desapareció entre la multitud y regresó enseguida, acompañado de
muchos de los jóvenes que me había presentado en la cafetería. Me invitaron a té
caliente con galletas y sate, que son bocaditos de carne frita en aceite de
cacahuete. Debí poner cara de perplejidad al verlos, porque una de las jóvenes
apuntó con el dedo a un fogón pequeño: «Carne muy fresca —rió—. Recién
hecha».
Entonces comenzó la música, la mágica y alucinante melodía del gamelan,
un instrumento cuyo sonido recuerda las campanas de los
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