Page 68 - Confesiones de un ganster economico
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templos.
—El dalang toca toda la música él solo —susurró Rasy—. También mueve
todos los muñecos y compone todas las voces en varios idiomas. Iremos
traduciéndote lo que diga.
Fue una representación notable, en la que se combinaron las leyendas
tradicionales con los acontecimientos de actualidad. Más tarde me enteré de que
el dalang es un chamán que actúa en estado de trance. Tenía más de un centenar
de títeres y hablaba por cada uno de ellos con voz diferente. Fue una noche
inolvidable para mí, que ha ejercido una influencia perdurable en toda mi vida.
Después de recitar una selección de textos clásicos del antiguo Ramayana, el
dalang sacó un muñeco que era Richard Nixon, con la inconfundible nariz en
pico de pato y los mofletes. El presidente de Estados Unidos iba vestido de Tío
Sam, con el chaqué y el sombrero de copa a rayas y estrellas como la bandera
nacional. Le daba la réplica otro muñeco, éste luciendo un traje de rayadillo
financiero. En una mano llevaba un cesto decorado con el símbolo del dólar y en
la otra empuñaba una bandera americana, con la que daba viento a Nixon como
un criado abanicando a su amo.
Detrás de estos dos personajes apareció un mapa de Oriente Próximo y
Extremo Oriente. Los distintos países estaban colgados de ganchos en sus
posiciones. Nixon se acercó enseguida al mapa, desenganchó Vietnam y se lo
llevó a la boca. En seguida se puso a gritar y lo que dijo me fue traducido como:
«Está amargo! ¡Puaf. ¡Ya tenemos suficiente!», y lo arrojó al cesto.
A continuación fue haciendo lo mismo con otros países. Para sorpresa mía, sin
embargo, no continuó con las demás naciones asiáticas según la «teoría del
dominó». Lo hacía con los del Oriente Próximo, como Palestina, Kuwait, Arabia
Saudí, Iraq, Siria e Irán. Luego continuó con Pakistán y Afganistán. Cada vez, el
muñeco de Nixon gritaba algún epíteto antes de arrojar el país al cesto. Y todas
esas veces, sus gritos eran improperios anti-islámicos: «perros musulmanes»,
«engendros de Mohammed» y «demonios islámicos».
La multitud empezaba a soliviantarse y la tensión crecía cada vez que otro
país iba a parar al cesto. La gente, por lo visto, no sabía si reír, asombrarse o
montar en cólera. A veces parecía que los escandalizaban las palabras del
titiritero. Empecé a preocuparme. En medio de aquella multitud, mi aspecto y
estatura llamaban la atención, y pensé que la indignación popular podría volverse
contra mí. Entonces Nixon dijo una cosa que me puso los pelos de punta cuando
Rasy me la tradujo.
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