Page 66 - Confesiones de un ganster economico
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banquero, de un general o de la embajada estadounidense. Sólo sabía que, por
mucho que me recibiesen en sus despachos, me ofreciesen té y contestasen
cortesmente a mis preguntas, en el fondo quedaba una sombra de resignación y
de rencor.
Empezaba a dudar también de sus contestaciones a mis preguntas y de la
validez de sus datos. Por ejemplo, yo nunca podía presentarme por las buenas en
los despachos con mi intérprete. Era obligado concertar cita previa. Lo cual, en sí,
no constituía ningún hecho extraño, aunque implicase para mí unas pérdidas de
tiempo enormes. Como los teléfonos casi nunca funcionaban, era preciso
lanzarse a la caótica circulación de aquel laberinto de calles, cuyo trazado era tan
complicado que a veces tardábamos una hora en llegar a unos edificios situados a
menos de un kilómetro de distancia. Y una vez allí, nos obligaban a cumplimentar
unos impresos. Al cabo de un rato, a lo mejor hacía acto de presencia un
secretario, quien, sonriendo educadamente —siempre con esa sonrisa cortés tan
característica de los javaneses— me preguntaba qué tipo de información venía a
solicitar. Y, al final me daban día y hora para la entrevista.
Invariablemente, esa fecha quedaba para varios días más tarde y, cuando por
fin lograba hacerme recibir, se limitaban a entregarme una carpeta con materiales
preparados de antemano. Los industriales me comunicaban sus programaciones a
cinco y diez años. Los banqueros ofrecían gráficos y tablas. Y los funcionarios
oficiales tenían listas de los proyectos a punto de emerger de las oficinas técnicas
para convertirse en motores del crecimiento económico. Todo lo que transmitían
esos capitanes de la industria y de la autoridad pública, y todo lo que
manifestaban durante las entrevistas, tendía a indicar que Java se disponía a
abordar el boom posiblemente más grande que ninguna economía hubiese
conocido antes. Nadie, ni uno solo, cuestionó nunca esa premisa ni me ofreció
ninguna información de signo negativo.
Mientras regresaba a Bandung, sin embargo, yo iba lleno de dudas en cuanto a
estas experiencias, en cuyo trasfondo se adivinaba algo muy inquietante. Era
como si todo lo que estábamos haciendo en Indonesia fuese una especie de juego
sin relación con la realidad. Más bien como una partida de póquer, las cartas
ocultas y todos desconfiando de las informaciones que intercambiábamos. Pero
ésta era una partida a muerte, pues de sus resultados iban a depender millones de
vidas durante los próximos decenios.
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