Page 79 - Confesiones de un ganster economico
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                         dio un vuelco y mis sentimientos pasaron de la cólera y el despecho al miedo.
                            Por un instante pasó ante mis ojos la imagen de Claudine derrumbándose,
                         cayendo bajo una lluvia de balas, asesinada. Sacudí la cabeza, me tomé un
                         Valium y seguí bebiendo hasta quedar dormido.
                            A la mañana siguiente, una llamada del departamento de personal de MAIN
                         me despertó de mi estupor. El jefe, Paul Mormino, me aseguró que comprendía
                         mi necesidad de descansar, pero que no dejara de pasarme por el despacho
                         aquella misma tarde.
                            —Son buenas noticias. Lo mejor para rehacerse de la travesía, — dijo.
                            Obedecí y me enteré de que Bruno había cumplido sobradamente su palabra.
                         No me colocaban en el puesto de Howard, sino que me ascendían a economista
                         jefe y me daban un aumento de sueldo. Eso me levantó un poco el ánimo.
                            Me tomé la tarde libre y fui a pasear a orillas del río Otarles con una botella
                         de cerveza en la mano. Me senté a contemplar las regatas mientras combatía los
                         efectos combinados del jet lag y de la resaca. Me convencí de que Claudine se
                         había limitado a hacer su trabajo y luego había pasado al siguiente. Ella siempre
                         hacía hincapié en la necesidad del secreto. Me llamaría ella. Mormino tenía
                         razón. La fatiga de la travesía —y la ansiedad— se disiparon.
                            Durante las semanas siguientes procuré no pensar en Claudine. Me dediqué
                         a escribir mi dictamen sobre la economía indonesia, así como a corregir los
                         pronósticos de Howard. Hasta dejar en limpio el tipo de estudio que mis jefes
                         querían ver: un crecimiento medio del 19 por ciento en la demanda eléctrica
                         anual durante los primeros doce años, a contar desde la puesta en marcha del
                         nuevo sistema, disminuyendo poco a poco hasta el 17 por ciento durante los
                         ocho años siguientes, y manteniéndose finalmente en un crecimiento del 15 por
                         ciento durante los últimos cinco años, de los veinticinco que contemplaba la
                         previsión.
                            Presenté mis conclusiones en una reunión formal con las agencias
                         financieras internacionales encargadas de los créditos. Sus equipos de expertos
                         me interrogaron largamente y sin contemplaciones. Para entonces mis
                         emociones se habían convertido en una especie de determinación obstinada, no
                         muy diferente de la rebeldía que me inflamaba en mis tiempos de instituto. Sin
                         embargo, el recuerdo de Claudine nunca me abandonaba. Cuando un
                         economista joven e impertinente del Asian Development Bank deseoso de
                         destacar delante de sus jefes me acribilló a preguntas durante toda una tarde,
                         recordé el
























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