Page 93 - Confesiones de un ganster economico
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                         coche, al que seguía una patulea de crios barrigones. Cuando nos detuvimos se
                         congregaron a mi lado llamándome tío y mendigando unas monedas. Me acordé
                         de Yakarta.
                            Había pintadas en muchas paredes. Algunas eran los habituales corazones
                         flechados y con las iniciales de las parejas, pero la mayoría eran proclamas que
                         manifestaban odio contra Estados Unidos: «Gringos fuera», «No sigan jodiendo
                         en nuestro Canal», «Tío Sam negrero», «Nixon: Panamá no es Vietnam». Pero
                         uno que me heló la sangre decía: «Morir por la libertad es el camino de Cristo».
                            —Ahora veremos el otro lado —dijo Fidel—. Yo tengo pase oficial y usted es
                         ciudadano americano, así que podemos entrar.
                            Entramos en la zona del Canal bajo un cielo de color magenta. Aunque iba
                         advertido, no fue suficiente. La opulencia del lugar era increíble: grandes
                         edificios blancos, céspedes primorosamente segados, casas espléndidas, campos
                         de golf, comercios, salas de cine.
                            —Los datos a la vista —anunció — . Aquí todo es propiedad
                         estadounidense. Todos los comercios, los supermercados, las barberías, los
                         salones de belleza, los restaurantes, todos están exemptos de las leyes y los
                         impuestos de Panamá. Hay siete campos de golf de dieciocho hoyos, estafetas de
                         correos estadounidenses donde hagan falta, juzgados y escuelas estadounidenses.
                         Es un país dentro de otro país.
                            — ¡Menuda afrenta!
                            Fidel me miró fijamente, como para calibrar mi sinceridad.
                            —Sí —admitió—. Es una palabra bastante adecuada. Ahí fuera —dijo
                         apuntando con un ademán hacia la ciudad—, la renta per capita no alcanza los
                         mil dólares al año y el índice de paro es del treinta por ciento. Por supuesto, en la
                         barriada que acabamos de visitar nadie llega a esos mil dólares, y casi nadie
                         tiene trabajo.
                            —¿Y qué se hace al respecto?
                            Se volvió hacia mí con una mirada entre furiosa y triste.
                            —  ¿Qué podemos hacer? —meneó la cabeza—. No lo sé, pero puedo
                         decir una cosa: Torrijos lo intenta. Creo que va a ser fatal para él, pero está
                         haciendo todo lo que puede. Es un hombre capaz de dar la vida luchando
                         por su pueblo.
                            Mientras salíamos de la zona del Canal, Fidel me dijo sonriendo:
                            — ¿Le gusta bailar? — y sin esperar mi contestación, agregó—: Vamos a
                         cenar, y luego le enseñaré otra cara de Panamá.




















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