Page 97 - Confesiones de un ganster economico
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                            La mayoría de los parroquianos eran soldados anglófonos, pero también los
                         había panameños. Visiblemente, porque sus cabellos no habrían pasado la
                         revista ni usaban camiseta ni pantalón vaquero. Algunos de ellos estaban
                         sentados a las mesas y otros recostados contra las paredes. Todos parecían
                         hallarse muy alerta, como perros pastores que guardan su rebaño de ovejas.
                            Las mujeres revoloteaban entre las mesas. Se movían constantemente, se
                         sentaban sobre las rodillas de los hombres, llamaban a gritos a las camareras,
                         bailaban, cantaban, salían por turnos al estrado. Vestían faldas ceñidas,
                         camisetas, vaqueros, vestidos ceñidos. Los zapatos, con tacón de aguja. Una de
                         ellas lucía un vestido de época victoriana, con velo y todo, y otra sólo llevaba un
                         bikini. Evidentemente, sólo las mejor parecidas podían sobrevivir allí. Me
                         asombré de que hubiese tantas inmigrantes y pensé que sería mucha la
                         desesperación que las empujaba.
                            —¿Todas son de otros países? —le grité a Fidel para dominar el estrépito
                         de la música.
                            Él asintió.
                            —Excepto... —Señaló con un ademán a las camareras—. Ellas son
                         panameñas.
                            —¿De qué países?
                            —De Honduras, El Salvador, Nicaragua y Guatemala.
                            —Vecinos.
                            —No del todo. Costa Rica y Colombia son nuestros vecinos más próximos.
                            La camarera que nos había puesto la mesa se acercó a sentarse en las
                         rodillas de Fidel. El le pasó la mano por la espalda.
                            — Clarisa —dijo—. Dile a mi amigo norteamericano por qué se
                         marchan de sus países —agregó señalando el escenario. Tres nuevas
                         bailarinas recogían los sombreros de las tres primeras, que saltaron abajo
                         y empezaron a vestirse. Empezó a sonar una música salsera y las recién
                         llegadas comenzaron a bailar y a desprenderse de sus prendas.
                            Clarisa me brindó su mano derecha.
                            —Encantada. —Y dicho esto, se puso en pie y recogió los botellines—. En
                         cuanto a lo que ha dicho Fidel, esas chicas vienen aquí huyendo de los abusos.
                         Voy a traer otras dos Balboas.
                            Cuando ella se alejó, me volví hacia Fidel y dije:
                            — ¡Anda! Vienen aquí por los dólares de Estados Unidos.
                            —Cierto, pero ¿por qué hay tantas de los países donde mandan dictadores
                         fascistas?
                            Volví la mirada hacia el escenario. Las tres reían y se arrojaban la gorra






















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