Page 98 - Confesiones de un ganster economico
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de marinero como si fuese una pelota. Me encaré de nuevo con Fidel.
—¿Seguro que no me tomas el pelo?
—No —replicó él muy serio — . Ya me gustaría que fuese así. Muchas de
estas chicas han perdido a sus familias, padres, hermanos, maridos, novios.
Saben lo que es la tortura y la muerte. Bailar y prostituirse no les parece tan
malo. Aquí se gana mucho dinero, y luego emprenden otra vida, ponen una
tiendecita, abren una cafetería...
Una agitación cerca del bar le interrumpió. Vi que una camarera amenazaba
con el puño a uno de los soldados. Este le atrapó la muñeca al vuelo y empezó a
retorcérsela. Ella gritó y cayó de rodillas. El rió y gritó a sus compañeros unas
palabras que no pude entender. Todos reían. Ella intentó golpearle con la mano
libre. El soldado le retorció la otra con más fuerza y el rostro de la mujer se
contrajo de dolor.
Los PM seguían apostados junto a la puerta, contemplando la escena con
tranquilidad. Fidel se puso en pie de un salto y empezó a caminar hacia el bar.
Uno de nuestros vecinos de mesa alzó una mano para disuadirle.
—Tranquilo, hermano — dijo—. Enrique se hará cargo.
Un panameño alto y delgado salió de la trastienda, al lado del estrado. Con
movimientos felinos, se abalanzó sobre el soldado sin pensárselo dos veces. Con
una mano lo agarró por la garganta y con la otra le echó a la cara el agua de un
vaso. La camarera escapó. Varios de los panameños que antes haraganeaban
apoyados de espaldas contra las paredes formaron un semicírculo protector
alrededor de quien obviamente era el encargado de echar a los alborotadores.
Este levantó en vilo al soldado acorralándolo contra la barra, y le dijo algo que no
pude oír. Luego alzó la voz y habló en inglés, con voz fuerte para que le
entendieran todos pese a la música:
— ¡Eh, tíos! Aquí las camareras no se tocan, y las otras, sólo después de
haber pagado.
Entonces entraron en acción los dos policías militares, que se acercaron al
grupo de panameños y anunciaron:
— Nos lo llevamos, Enrique.
El aludido dejó que los pies del soldado tocaran el suelo y lo soltó, no sin
darle un último apretón al cuello que le obligó a echar la cabeza atrás con una
exclamación de dolor.
—¿Has entendido lo que dije? Se oyó un
gruñido sofocado.
—Bien. — Empujó al soldado hacia los dos policías—. Sacadlo de aquí.
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