Page 448 - Drácula
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Drácula de Bram Stoker


                         Pero, en ese preciso instante, surcó el aire el terrible cu
                  chillo de Jonathan. Grité al ver que cortaba la garganta del vam
                  piro, mientras el puñal del señor Morris se clavaba en su cora
                  zón.
                         Fue como un milagro, pero ante nuestros propios ojos y
                  casi en un abrir y cerrar de ojos, todo el cuerpo se convirtió en
                  polvo, y desapareció.

                         Me alegraré durante toda mi vida de que, un momento
                  antes de la disolución del cuerpo, se extendió sobre el rostro del
                  vampiro una paz que nunca hubiera esperado que pudiera ex
                  presarse.

                         El castillo de Drácula destacaba en aquel momento con
                  tra el cielo rojizo, y cada una de las rocas de sus diversos edifi
                  cios se perfilaba contra la luz del sol poniente.
                         Los gitanos, considerándonos responsables de la desa
                  parición del cadáver, volvieron grupas a sus caballos y se aleja
                  ron a toda velocidad, como si temieran por sus vidas. Los que
                  iban a pie saltaron sobre la carreta y les gritaron a los jinetes que
                  no los abandonaran. Los lobos, que se mantenían a respetable
                  distancia, los siguieron y nos dejaron solos.
                         El señor Morris, que se había desplomado al suelo con
                  la mano apretada sobre su costado, veía la sangre que salía
                  entre sus dedos. Corrí hacia él, debido a que el círculo sagrado
                  no me impedía ya el paso; lo mismo hicieron los dos médicos.
                  Jonathan se arrodilló a su lado y el herido hizo que su cabeza
                  reposara sobre su hombro. Con un suspiro me tomó una mano
                  con la que no tenía manchada de sangre. Debía estar viendo la
                  angustia de mi corazón reflejada en mi rostro, ya que me sonrió
                  y dijo:

                         —¡Estoy feliz de haber sido útil! ¡Oh, Dios!—. Gritó re
                  pentinamente, esforzándose en sentarse y señalándome. —
                  ¿Vale la pena morir por eso?, ¡Miren! ¡Miren!—.

                         El sol estaba ya sobre los picos de las montañas y los
                  rayos rojizos caían sobre mi rostro, de tal modo que estaba ba
                  ñada en un resplandor rosado. Con un solo impulso, los hom
                  bres cayeron de rodillas y dijeron: "Amén", con profunda emo
                  ción, al seguir con la mirada lo que Quincey señalaba. El mori
                  bundo habló otra vez:






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