Page 51 - Drácula
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Drácula de Bram Stoker


                  pues todo lo que siguió fue tan extraordinariamente real, tan real,
                  que ahora sentado aquí a plena luz del sol de la mañana, no
                  puedo pensar de ninguna manera que estaba dormido.
                         No estaba solo. El cuarto estaba lo mismo, sin ningún
                  cambio de ninguna clase desde que yo había entrado en él; a la
                  luz de la brillante luz de la luna podía ver mis propias pisadas
                  marcadas donde había perturbado la larga acumulación de pol
                  vo. En la luz de la luna al lado opuesto donde yo me encontraba
                  estaban tres jóvenes mujeres, mejor dicho tres damas, debido a
                  su vestido y a su porte. En el momento en que las vi pensé que
                  estaba soñando, pues, aunque la luz de la luna estaba detrás de
                  ellas, no proyectaban ninguna sombra sobre el suelo. Se me
                  acercaron y me miraron por un tiempo, y entonces comenzaron
                  a murmurar entre ellas. Dos eran de pelo oscuro y tenían altas
                  narices aguileñas, como el conde, y grandes y penetrantes ojos
                  negros, que casi parecían ser rojos contrastando con la pálida
                  luna amarilla. La otra era rubia; increíblemente rubia, con gran
                  des mechones de dorado pelo ondulado y ojos como pálidos
                  zafiros. Me pareció que de alguna manera yo conocía su cara, y
                  que la conocía en relación con algún sueño tenebroso, pero de
                  momento no pude recordar dónde ni cómo. Las tres tenían dien
                  tes blancos brillantes que refulgían como perlas contra el rubí de
                  sus labios voluptuosos. Algo había en ellas que me hizo sentir
                  me inquieto; un miedo a la vez nostálgico y mortal. Sentí en mi
                  corazón un deseo malévolo, llameante, de que me besaran con
                  esos labios rojos. No está bien que yo anote esto, en caso de
                  que algún día encuentre los ojos de Mina y la haga padecer;
                  pero es la verdad. Murmuraron entre sí, y entonces las tres rie
                  ron, con una risa argentina, musical, pero tan dura como si su
                  sonido jamás hubiese pasado a través de la suavidad de unos
                  labios humanos. Era como la dulzura intolerable, tintineante, de
                  los vasos de agua cuando son tocados por una mano diestra. La
                  mujer rubia sacudió coquetamente la cabeza, y las otras dos
                  insistieron en ella. Una dijo:

                         —¡Adelante! Tú vas primero y nosotras te seguimos; tu
                  yo es el derecho de comenzar.
                         La otra agregó:

                         —Es joven y fuerte. Hay besos para todas.
                         Yo permanecí quieto, mirando bajo mis pestañas la ago
                  nía de una deliciosa expectación. La muchacha rubia avanzó y
                  se inclinó sobre mí hasta que pude sentir el movimiento de su



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