Page 52 - Drácula
P. 52
Drácula de Bram Stoker
aliento sobre mi rostro. En un sentido era dulce, dulce como la
miel, y enviaba, como su voz, el mismo tintineo a través de los
nervios, pero con una amargura debajo de lo dulce, una amargu
ra ofensiva como la que se huele en la sangre.
Tuve miedo de levantar mis párpados, pero miré y vi per
fectamente debajo de las pestañas. La muchacha se arrodilló y
se inclinó sobre mí, regocijándose simplemente. Había una vo
luptuosidad deliberada que era a la vez maravillosa y repulsiva, y
en el momento en que dobló su cuello se relamió los labios co
mo un animal, de manera que pude ver la humedad brillando en
sus labios escarlata a la luz de la luna y la lengua roja cuando
golpeaba sus blancos y agudos dientes. Su cabeza descendió y
descendió a medida que los labios pasaron a lo largo de mi boca
y mentón, y parecieron posarse sobre mi garganta. Entonces
hizo una pausa y pude escuchar el agitado sonido de su lengua
que lamía sus dientes y labios, y pude sentir el caliente aliento
sobre mi cuello. Entonces la piel de mi garganta comenzó a
hormiguear como le sucede a la carne de uno cuando la mano
que le va a hacer cosquillas se acerca cada vez más y más.
Pude sentir el toque suave, tembloroso, de los labios en la piel
supersensitiva de mi garganta, y la fuerte presión de dos dientes
agudos, simplemente tocándome y deteniéndose ahí; cerré mis
ojos en un lánguido éxtasis y esperé; esperé con el corazón
latiéndome fuertemente.
Pero en ese instante, otra sensación me recorrió tan rá
pida como un relámpago.
Fui consciente de la presencia del conde, y de su exis
tencia como envuelto en una tormenta de furia. Al abrirse mis
ojos involuntariamente, vi su fuerte mano sujetando el delicado
cuello de la mujer rubia, y con el poder de un gigante arrastrán
dola hacia atrás, con sus ojos azules transformados por la furia,
los dientes blancos apretados por la ira y sus pálidas mejillas
encendidas por la pasión. ¡Pero el conde! Jamás imaginé yo tal
arrebato y furia ni en los demonios del infierno. Sus ojos positi
vamente despedían llamas. La roja luz en ellos era espeluznan
te, como si detrás de ellos se encontraran las llamas del propio
infierno. Su rostro estaba mortalmente pálido y las líneas de él
eran duras como alambres retorcidos; las espesas cejas, que se
unían sobre la nariz, parecían ahora una palanca de metal in
candescente y blanco. Con un fiero movimiento de su mano,
lanzó a la mujer lejos de él, y luego gesticuló ante las otras como
si las estuviese rechazando; era el mismo gesto imperioso que
51