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CAPÍTULO DIECISIETE








                  E

                                ste no es el final de esta apasionada vida. Antes tuvo


                                que pasar por otras luchas que lo marcaron. Un día

                                en medio de tanto sufrimiento, sin saber qué hacer

                  mientras estaba en el jardín de la casa acompañado de Alipio,


                  disimuladamente se separó de él, se fue corriendo lo más largo

                  que pudo y, sin contener el llanto, se tiró debajo de una higuera


                  a  llorar  como  un  niño  desconsolado.  Allí  tendido  sobre  el

                  césped,  bajo  la  sombra  de  la  higuera,  solo  estaba  él  y  su


                  desesperación; llanto y lágrimas transformaban su alma.




                  En  esas  estaba  cuando  escuchó  la  voz  de  unos  niños  que

                  cantaban: “toma y lee, toma y lee”; como un juego de niños que


                  él  nunca  había  oído.  Tampoco  había  niños  allí  cerca.  Él

                  reaccionó y entendió que Dios le estaba dando un mensaje;

                  corrió hacia un códice de San Pablo que estaba en el banco


                  junto a Alipio, y el primer escrito que vio fue un llamado a dejar





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