Page 68 - Desde los ojos de un fantasma
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—Tienes razón, algo tendrán que ver, eso es seguro —dijo el señor Alves.
Un rato después salieron de la Oficina Esotérica.
Enrique comenzó a tararear uno de los fados de Juan Pablo, Árbol triste: hablaba
de la amistad entre un perro y un árbol. Era tan grande la simpatía entre los dos
amigos que el can había abandonado su forma tradicional de marcar territorio y
ahora lo hacía enterrando semillas de girasol. Juan Pablo sonreía ante los
desafinados gorgoritos de su amigo.
Bajaban por la Rua dos Douradores cuando un viento frío que venía desde el
Tajo provocó que Enrique cerrara los botones de su suéter.
—Está refrescando —dijo interrumpiendo la canción.
—¡Mi cazadora! ¡La he perdido! —exclamó desconsolado Juan Pablo por una
asociación de ideas. Desesperado, iba a emprender el regreso al local pero
Enrique lo tranquilizó:
—Calma, calma, aquí la traigo —dijo mientras le extendía la prenda que había
llevado sobre su hombro—, me pediste que te la detuviera mientras te despedías
de João.
La paz regresó a Juan Pablo, la cazadora sonrió casi de manera imperceptible y
ambos amigos continuaron su camino y sus canciones. Y eran felices, no los más
felices de los felices de los felices, pero eran felices. Tan feliz como se puede ser
cuando se camina al caer la noche por la Rua dos Douradores con un amigo que
canta horrible pero con mucho sentimiento.
Así era Lisboa. Todavía no había que pedirle permiso a ninguna parejita de niños
bobos para sonreír, ni había que entrar a una cadena de nombre impronunciable
para tomarse un café. Aunque la invasión Smiley comenzaba a apoderarse del
mundo, la vida en Lisboa aún era sencilla. Tan sencilla y maravillosa que en la
esquina de tu calle podías comprar un cucurucho de castañas asadas y siempre
estaba la posibilidad de birlarle una ciruela al frutero mientras los perros
sembraban girasoles.
En Lisboa los barrios todavía eran, a pesar de algunos locales que comenzaban a