Page 73 - Desde los ojos de un fantasma
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—Ya casi nadie cree necesitarla. Todos andan deprisa y se ríen sin saber por qué.


               Fernando asintió sutilmente con la cabeza. Dando a entender que él también
               estaba al tanto de aquella situación.


               —De verdad que es una pena —susurró el gerente después de un suspiro.
               Entonces se acercó a la cava, tomó la botella de saudade que ya estaba abierta e
               iba a verter unas cuantas gotitas en un vaso cuando las palabras del niño lo
               detuvieron.


               —No, Lucino. De ninguna manera. Ni se te ocurra. La saudade no se fabrica
               para llorar.


               —Perdona, Fer, tienes razón. Es la costumbre. Cuando miro unos ojos tristones
               siempre pienso en gotitas de saudade —se disculpó Lucino señalando con la
               mirada sus propios ojos reflejados en el espejo que utilizaban las meseras para
               ponerse guapas.


               El gerente regresó la botella a su sitio y le dirigió al niño una sonrisa
               melancólica, pero al mismo tiempo liberada. Como si con aquel breve gesto, con
               aquella sonrisa, se hubiera quitado de encima la tristeza y en su alma únicamente

               quedara la parte dulce de la melancolía. Esa suave sensación que nos atrapa
               sobre todo en las tardes de lluvia y que se hace más grande con el olor de la
               tierra mojada.


               La melancolía de Lucino Martins lo condujo de golpe al tiempo en que era el
               encargado del vagón-cafetería del tren entre Lisboa y Madrid. Momentos de
               ajetreo demencial ante su barra. Cafés con cruasán, rebanadas de pastel que no
               podían esperar ni un segundo antes de rendirse ante el paladar de los viajeros.


               Para Lucino era un gran placer ir concediendo con prontitud todos los deseos de
               los clientes. Sus años de experiencia incluso le ayudaban a anticipar, casi de
               manera infalible, lo que le iban a solicitar.


               Mientras esperaba que se llenara la carga de café del hombre al que estaba
               atendiendo, miraba con el rabillo del ojo a la persona que venía a continuación.


               Sería muy complicado explicar el sistema de Lucino, pero más o menos
               funcionaba así: los de ojos apagados y tristes pedían por lo general un café solo;
               los viajeros de mirada brillante preferían agua o una cerveza; ocho de cada diez
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