Page 46 - Cuentos del derecho… y del revés. Historias sobre los derechos de los niños
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Lo que nos lleva al siguiente elemento de esta historia. Dos hermanos con dos

               nombres cada uno. Luis Eduardo y Carlos Alberto. El primero, de cinco años. El
               segundo, de nueve. Uno, con tal capacidad de risa e imaginación como no han
               visto antes. El otro..., bueno, el otro, un poco más práctico. ¿Cuál es la
               diferencia? Luis Eduardo jugaba con sus muñecos y los hacía hablar y cobrar
               vida (aunque, para ser justos, también podía hacer hablar a los zapatos, las
               plantas y, ejem, los animales, si se lo proponía). Carlos Alberto, en cambio, solo
               jugaba si había un sentido práctico en el juego, es decir, solo jugaba futbol,
               Turista o...


               Y esto nos lleva al siguiente punto en nuestra lista. Una computadora con
               conexión de banda ancha. Si me preguntan qué es eso, no tengo la menor idea.
               Solo sé que es un aparato en el que los humanos pueden pasar una muy buena
               parte de su vida. Contra algo así solo compite una televisión con cable. Las
               personas pueden dejar sus vidas entre esos dos aparatos, se lo digo yo, que tengo
               los ojos bien abiertos, y las orejas, ni se diga.


               Carlos Alberto jugaba varias horas en su computadora con algo que se llama
               internet, a diferencia de Luis Eduardo, que prefería hacer hablar a las plantas del
               jardín con las libélulas del estanque, o a su perro Gorila con el periquito verde de
               Celeste.


               Celeste. Nuestro siguiente elemento. Tan importante como tal vez lo sea esta
               pequeña historia.


               Celeste era una niña tlapaneca que vivía con los Borrondo Gurrurquide (así se
               apellidan los dos muchachos y, claro, sus papás. El señor, Borrondo. La señora,
               Gurrurquide. Y estaban muy orgullosos de sus apellidos, tanto como de la gran
               casa en la que vivían o de los grandes autos que conducían). Celeste era
               tlapaneca porque su mamá era tlapaneca, aunque no sabía mucho qué significaba
               esto. Su mamá sí lo sabía, pero no le daba importancia, como tampoco le daba
               importancia a su apellido; había emigrado de un pueblo llamado Tlapa a la
               ciudad y, desde hacía más de diez años, trabajaba con los Borrondo Gurrurquide,

               quienes, por cierto, eran muy buenos con ellas. Sobre todo en las Navidades y en
               los cumpleaños.

               Celeste tenía siete años. Dos menos que Carlos Alberto. Dos más que Luis

               Eduardo. Y, al igual que este último, prefería imaginar cosas que jugar con
               sentido práctico.
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