Page 50 - Cuentos del derecho… y del revés. Historias sobre los derechos de los niños
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Carlos Alberto se apoyó en los codos, molesto, y lo mandó de regreso a su

               cuarto arrojándole una almohada, pero el hermano no obedeció. Deseaba saber a
               qué horas vendrían a recogerlo y si al final hubo alguien que ofreciera más
               dinero por él (mientras se vestía, había rezado un padrenuestro para que un señor
               en México ofreciera un poquito más y lo ganara). Carlos Alberto, sumamente
               disgustado por la insistencia de su hermano, tuvo que ponerse de pie e ir a la
               computadora (en esos días de vacaciones ni siquiera la apagaba). Después de un
               rato, con aire triunfante, le anunció a su hermano que ahora pertenecía al señor
               Smith, el australiano. Le deseó suerte contra los tiburones y se volvió a arrojar
               en la cama.


               Luis Eduardo suspiró. Pensó que a lo mejor el cuchillo que había tomado de la
               cocina no era de buen tamaño. Pensó que a lo mejor los koalas te muerden si les
               caes gordo. Entonces entró Celeste al cuarto de Carlos Alberto sin pedir permiso,
               algo nunca antes visto. “¿Qué demonios haces aquí, niña?”, gruñó Carlos
               Alberto al verla. (Carlos Alberto consideraba una pérdida de tiempo aprenderse
               el nombre de cualquiera. A mí siempre me decía perro. Y a Celeste, niña.)


               Pero entonces Celeste le puso en la mano seiscientos cincuenta pesos.
               “Cincuenta dólares”, dijo. Recién había hecho la cuenta. Me consta porque yo
               estaba a su lado (un cinco, un cero, multiplicación, un uno, un tres, signo de
               igual, mucho dinero para una niña, mucho, mucho dinero). “Cincuenta dólares”,
               repitió. Y Carlos Alberto, sonriente, metió el dinero en su cartera, sobre el buró.
               Se volvió a acostar, pero antes le dijo a Luis Eduardo que ya tenía dueña y que se
               fuera con ella. De hecho le dijo: “Lárgate con la niña, enano, y no vuelvas a pisar

               la casa”, que quiere decir más o menos lo mismo.

               Y pasaron siete días más, antes de que volvieran los señores Borrondo
               Gurrurquide al hogar: la señora se la había pasado quejando del frío todo el

               tiempo, sin atreverse a salir de la habitación del hotel; el señor se la había pasado
               jugando a las cartas en el casino del hotel. Y ninguno de los dos esquió una sola
               vez, pese a que ese había sido el plan original.


               Siete días. Pero fueron siete días espléndidos. Luis Eduardo dormía en la misma
               cama que Celeste y se contaban historias de tierras lejanas, de montañas azules y
               especies animales nunca antes vistas en América. Jugaban todo el día en el jardín
               conmigo y con el periquito verde. Y hacían hablar y cobrar vida hasta a las
               piedras. Fue al cuarto día que descubrieron en internet que un niño no puede ser
               vendido por nadie, pero ya no les importó. También descubrieron que los niños
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