Page 51 - Cuentos del derecho… y del revés. Historias sobre los derechos de los niños
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tienen muchos otros derechos, pero tampoco hicieron mucho caso. Estaban tan

               contentos que ya ni se acordaban del temible látigo del señor Smith.

               Se acordaron solo al término de esos siete días, cuando volvieron los señores
               Borrondo Gurrurquide: el señor echando humo; la señora diciendo que jamás

               volvería a salir de vacaciones en toda su vida. Carlos Alberto había comprado
               tres videojuegos, y como no supo explicar de dónde había sacado el dinero, salió
               a la luz la verdad.


               El hermano mayor fue castigado durante una semana por intentar vender por
               internet una tele vieja que ni servía (alguien en Australia se vería muy
               decepcionado, esa es la verdad). Y el señor Borrondo, que no se conmovía
               fácilmente, le restituyó a la hija de su sirvienta tlapaneca el dinero que había
               pagado por su hijo.


               Y todo terminó bien.


               La señora de la casa se arrepintió de sus palabras demasiado pronto y deseó que
               fueran todos a la playa de vacaciones. Y al decir todos se refería, justamente, a
               todos. Borrondos, Sánchez, pericos y Gorilas. Todos.


               Carlos Alberto no salió nunca del cibercafé del hotel. Y su padre, del casino.
               Pero el mar resultó toda una experiencia para nosotros, incluyendo a los que no
               lo conocíamos ni en fotografía.


               A mí se me ocurrió, mientras veía a Celeste y a Luis Eduardo tomados de la
               mano, brincando las olas sin miedo de tiburón alguno, que un niño tiene derecho
               a muchas, muchas cosas. A ser querido, por ejemplo. Pero también es cierto que
               algo así, entre niños, se da por descontado. Al menos entre niños como los dos
               que, en ese momento, distinguía con mis ojos bien abiertos, llenos de arena y
               mar, y mis orejas, que ni se diga, repletas de risa y gaviotas.


               Ah, por cierto. Cincuenta dólares es más o menos en lo que se puede vender una
               casa de muñecas color lila, con cochera y auto, a mitad de la noche, no
               importando que haya sido el mejor regalo que hayas podido recibir en Navidad o
               cumpleaños alguno.


               Es absolutamente cierto.
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