Page 47 - Cuentos del derecho… y del revés. Historias sobre los derechos de los niños
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Y esta breve historia comienza cuando Luis Eduardo fue con Celeste a la
pequeña casita que ella ocupaba en el otro extremo del jardín con su mamá y le
regaló a Gorila, es decir, a su servidor.
La primera reacción de Celeste fue de alegría. Luego, de asombro. Sabía que
Luis Eduardo y yo éramos los mejores amigos. Algo no marchaba, no marchaba.
Celeste invitó a Luis Eduardo a pasar a su casita, pero él no quiso. Se veía triste.
Y, aunque sí aceptó dos chupadas de la paleta que traía Celeste en la boca, solo
le contó, muy brevemente, que no quería que yo terminara en Hong Kong.
Sobra decir que ni Celeste, ni Luis Eduardo, ni mucho menos su servidor
sabíamos dónde estaba Hong Kong, pero no nos gustaba nada el nombre (a lo
mejor porque rima con King Kong). Pero la verdad es que esa tarde me quedé a
dormir en el jardín, al lado de la casita de las Sánchez García, que es como se
apellidaban Celeste y su mamá, y no al lado de la cama de Luis Eduardo
Borrondo Gurrurquide, mi mejor amigo.
Al otro día, por fin pudo Celeste averiguar qué pasaba: Carlos Alberto estaba
vendiendo a Luis Eduardo en internet.
Ustedes se preguntarán si un hermano puede hacer tal cosa y yo habré de
responderles que supongo que no. Pero cuando los papás de dos hermanos —
tengan estos dos nombres, ocho o ninguno— se encuentran de vacaciones en un
sitio lleno de nieve y no desean ser molestados, puede ocurrir cualquier cosa. De
hecho, lo que dijeron al partir fue: “No vayan a darnos lata por tonterías,
escuincles, que hemos planeado este viaje desde hace mucho tiempo; hagan de
cuenta que ni existimos”, que quiere decir más o menos lo mismo.
Y, pues, Carlos Alberto estaba vendiendo a Luis Eduardo en internet.
De hecho, lo estaba subastando, que es algo parecido a una venta, solo que, al
final, se lleva el producto quien haya ofrecido más dinero. Carlos Alberto les
mostró la pantalla de la computadora a Celeste y a Luis Eduardo. Un señor en
Alemania ofrecía veinticinco dólares con ochenta centavos. Otro en Italia,
veintiséis dólares con trece centavos. Pero les ganaba a todos un señor en Hong
Kong. Veintiocho dólares cerrados. “No vales mucho, enano”, fue lo que dijo
Carlos Alberto. “Pero igual me alcanza para comprarme un videojuego”.
También les enseñó a hacer la operación en una calculadora llavero que a Celeste