Page 71 - Cuentos del derecho… y del revés. Historias sobre los derechos de los niños
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Caterina simplemente suspiró.


               Esa noche no durmió armando combinaciones de otros nombres, revolviendo
               letras, pensando. Ninguno de los nombres que se le ocurrían pegaba con la
               imagen que tenía de su amigo. Se dio cuenta de que no sabía nada de él. Era

               misterioso en verdad, pero no podía evitarlo, ya le tenía cariño. Además ella era
               quien le había metido en la cabeza la idea de que no se podía vivir sin un
               nombre, y se sentía algo culpable. Se puso a pensar con más fuerza en él, en su
               nido del árbol, en sus pantuflas de oso, en sus orejeras, en su número siete y,
               sobre todo, en su risa afilada y en sus ojos rasgados. No importaba que no
               supiera nada más. Y poco a poco, al mismo tiempo que el sueño, las letras fueron
               cayendo en el pozo de su mente.


               Caterina no pudo esperar y pasó a verlo temprano, antes de la escuela. Los
               periquitos australianos armaron gran escándalo cuando la sintieron subir. No lo
               encontró durmiendo en su nido en lo alto del árbol, como había esperado. Sacó
               su cuaderno, arrancó una hoja y escribió el nombre que había inventado solo
               para él. Añadió un contrato que en pocas palabras lo autorizaba a visitar el árbol
               y construir en él casas siempre que quisiera, y puso las hojas bien a la vista sobre
               las plumas, bajo el peso de una piedra para protegerlas del viento. Le costaría
               descifrar las letras, pero seguramente podría leerlo.


               A la salida de la escuela volvió al parque. El nido seguía vacío, pero el papel
               había desaparecido. Al descender notó que en el tronco del árbol había algo
               distinto. Luego recorrió el resto del parque, mirando de cerca todos los árboles.


               Caterina no volvió a saber del niño. Pero supo que, por fin, ese naufraganombres
               suyo estaba satisfecho y lo imaginó estirando las patas, erizando las escamas,
               ronroneando y brillando, contento de vestir su nombre nuevo. Se preguntó por
               qué el primer día no había podido pensar un buen nombre para el muchacho de
               las orejeras de oso. “A lo mejor teníamos que hacernos amigos”, pensó.


               Y por eso el parque junto al mercado, que no queda muy lejos de tu casa, es
               conocido por ese nombre encerrado en los corazones grabados de cada uno de
               sus troncos. Todos excepto uno. ¿Se te ha ocurrido trepar a ese árbol? Quizás
               llegues a descubrir un tesoro. Actualmente hay ochenta y seis periquitos, y
               contando.
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