Page 74 - Llaves a otros mundos
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pasillo largo y la escalera oscura, escogió las escaleras.


               Mientras más subía, mayor era el esfuerzo que debía hacer para ver. Cuando
               llegó a la planta alta anduvo muy lentamente, tentando las paredes. Así llegó a
               una puerta.


               Entró en una habitación iluminada por una vela a punto de extinguirse. Los
               muebles eran muy parecidos a los de la sala, con la diferencia de que al pie de la
               vela había una cama destendida.


               Ana se asustó por un momento. Como el silencio era total, estaba segura de que
               no había nadie más en esa habitación, pero por primera vez sintió que estaba en
               un lugar prohibido, ajeno, peligroso. La cama se veía deliciosa, llena de cojines

               suaves y sábanas limpísimas. Se acercó para tocarla, pero sintió los bordes de la
               sábana picudos y el colchón duro como piedra, como si estuviera hecha toda de
               cartón, yeso o algo similar.


               Se paseó por el resto de la habitación para ver si encontraba algún artefacto que
               la ayudara a liberar a su padre, pero no encontró nada útil. Llegó junto a un
               ropero, que abrió de par en par.


               Estaba repleto de ganchos, no colgados en un tubo, sino esparcidos por todo el
               ropero, que ya abierto se veía mucho más amplio. «Bueno, tal vez uno de estos
               sirva», pensó. Quiso agarrar uno pero este se alejó de su mano rápidamente.
               Quiso tomar otro pero tampoco se dejó. Por muy rápido que moviera las manos,
               los ganchos formaban remolinos, esquivando sus esfuerzos. Después de un rato
               se rindió y cerró la puerta del armario. Suspiró mirando la cama y los demás
               muebles, y se dijo: «No, no hay nada», y volvió sobre sus pasos.


               Cuando llegó a la sala del piso de abajo, encontró a su padre agitado, con los
               ojos muy abiertos, mirando la mochila.


               —Ana, dime por favor que esa es mi computadora.


               —Sí, sí lo es —contestó ella—. Ya he leído tu bitácora y visitado algunos
               mundos del mapa.


               —¡En serio! —Mario Alberto se veía entusiasmado—. Entonces nuestra llave
               debe de haberte ayudado.
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