Page 34 - El valle de los Cocuyos
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El niño recordó de nuevo las tortugas y las historias en sus caparazones. Pensó
               en la posibilidad de encontrar en ellos la historia de los alcaravanes. Pero, como
               la suya propia, tal vez tardaría meses o años en hallarla, dada la cantidad de

               tortugas que habitaban el río; además, como Anastasia le había dicho, el río iba
               hasta el mar y las tortugas que se iban con él se enamoraban de tal manera del
               mar que nunca más regresaban. Quizás la tortuga que portaba su historia, como
               aquella que portaba la de los alcaravanes, vagaba por la inmensidad del océano.
               O quizás esas tortugas vagaban por el cielo, pues Anastasia decía que había un
               lugar donde el mar y el cielo se juntaban.






               Estaba pensando en todas esas cosas cuando oyó la voz del Pajarero Perdido que
               le preguntaba si podrían ir al día siguiente a ver a Silbo Brumoso.





               —¡Claro que sí! —respondió el niño con entusiasmo.






               Jerónimo partió hacia su rancho, después de prometer al pajarero venir a
               buscarlo por la mañana temprano.






               Anastasia no puso reparos a su partida. Le preparó una mochila con frutas y
               tortas de choclo⁵ y volvió a repetirle sus eternas frases: “Todo es posible” y “No
               hay que temer a los que habitan los otros espacios”.






               Al amanecer, justo cuando el sol apartaba los últimos velos de la noche,
               Anastasia dijo a Jerónimo, que estaba pronto para partir:






               —Cuando llegues a la cueva, no verás al Pajarero. Al Pajarero Perdido solo
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