Page 44 - El valle de los Cocuyos
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—¡Ah, sí que lo es! El canto dulci-triste que oyes por la mañana y por la noche
no es el único canto de Silbo Brumoso; él sabe otros que brotan como las
cascadas de las entrañas de la tierra, como la lluvia juguetona en un día de sol.
Silbo Brumoso conoce el lenguaje de las aves que habitan sus montañas.
El sol calentaba con más fuerza y el cielo estaba sin una nube; el tiempo parecía
haberse detenido en la ola terrible de calor. El Pajarero y Jerónimo empezaron el
ascenso de las montañas. En un momento dado, el niño volvió la mirada al valle
y vio su superficie verde como una esmeralda reverberando bajo el sol. Y allá, a
lo lejos, la cinta de reflejos luminosos del río de las Tortugas. Miles de colibríes
volaban como flechas entre las montañas y el valle buscando flores.
“¡Qué lindo!”, pensó Jerónimo para sus adentros, y sintió la mano invisible del
Pajarero Perdido acariciándole la cabeza. También él pensaba que era un
hermoso valle.
Las montañas Azules eran en realidad verdiazules. De cerca se podían apreciar
todas las tonalidades del verde y el azul; como en el agua del mar. Eso le había
dicho una vez Anastasia a Jerónimo.
A medida que avanzaban, escuchaban con más nitidez un silbo, una melodía de
una infinita dulzura que arrancó lágrimas a Jerónimo y que, al igual que el
perfume mañanero de las flores del valle, lo empujó a recordar lo irrecordable, a
correr tras los velos oscuros que cubrían su memoria. Pero esta vez, al contrario
de las otras, pudo ver algo; como si soñara despierto vio a una mujer de largas
trenzas negras y ojos verdes. La mujer hacía coro a la melodía que se escuchaba
en la montaña.