Page 45 - El valle de los Cocuyos
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—¡Jerónimo! —gritó la voz del Pajarero al ver que el niño estaba a punto de
tropezar con una ortiga azul.
Jerónimo salió de su ensoñación y preguntó a su amigo si era Silbo Brumoso el
que cantaba.
—Sí, es él quien canta —contestó el viejo.
Caminaron un buen rato más. El niño estaba cansado y el Pajarero aceptó hacer
un alto para reposar. Jerónimo se tendió bajo un árbol y sintió al Pajarero
sentarse a su lado. El niño estaba adormilándose cuando de súbito percibió una
caricia en su rostro, la caricia etérea de la neblina y la explosión de la música,
como si la melodía que se escuchaba en todas las montañas se hubiese replegado
para estallar como la luz allí, frente a ellos. Jerónimo vio la nube azul que
rodeaba a Silbo Brumoso, vio su traje de neblina y su rostro azulado. Tal como
lo había visto en su sueño, así era Silbo Brumoso. Jerónimo estaba tan contento
que olvidó su cansancio.
—Pajarero Perdido, hace rato que te espero... —dijo el guardián de las montañas
alegremente.
Fue un saludo para el Pajarero, no para Jerónimo. La verdad es que Silbo
Brumoso no parecía muy contento de verlo. Lo observaba con recelo mientras
que interrogaba con la mirada al Pajarero Perdido. Este contó a su amigo que
Jerónimo se había ofrecido para ayudarle a buscar los alcaravanes.
—¿Eres, acaso, el nieto de Anastasia? —preguntó el guardián al niño.