Page 46 - El valle de los Cocuyos
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—Sí —contestó Jerónimo con firmeza.






               —Háblame de ella —dijo Silbo Brumoso tomando entre sus manos de niebla el
               rostro de Jerónimo.






               —Anastasia está bien. Sigue mascando tabaco y escuchando tus silbos todos los
               días —contestó el niño.






               —¡Ah!, Anastasia, cómo la recuerdo —suspiró Silbo Brumoso y añadió—: Hace
               muchos años, ella vino a las montañas Azules y mi abuelo, Silbo Venerable, le
               enseñó algunos secretos sobre hierbas medicinales. Anastasia recorrió todos los
               rincones de mis montañas, admiró hasta la flor más escondida y humilde, cantó
               con todas las aves y bailó al son de mis silbos. Cuando partió, las montañas
               bullían de sueños; los sueños de Anastasia. Las montañas se hicieron entonces
               más hermosas.






               Jerónimo sonrió con orgullo. Era verdad que Anastasia ya estaba vieja, pero
               seguía siendo la misma que Silbo Brumoso había conocido. Anastasia amaba
               cada día más el valle de los Cocuyos y todo lo que en él había. Se emocionaba a
               la vista de las montañas Azules, aunque sus ojos cansados ya no las distinguieran
               muy bien. A menudo iba al río de las Tortugas y se sumergía en él mientras
               hablaba con el agua. Quería a la tierra que pisaba como si fuese su hermana o,
               más bien, su madre. De todas formas, Anastasia era hija de la Tierra.






               Todas esas cosas pensaba Jerónimo sin advertir que Silbo Brumoso lo miraba
               sonriente, como si leyera sus pensamientos.
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