Page 52 - El valle de los Cocuyos
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Jerónimo dijo entonces que debía ir por los lados del volcán para estudiar el
               terreno y poder espiar al Espíritu durante la noche.






               A Silbo Brumoso le pareció una excelente idea, salvo que él no podía ir: un
               cuidandero eterno no abandona jamás sus montañas. Pero puso al servicio del
               viejo y del niño sus aves amigas.






               —Sería maravilloso si Halcón Peregrino pudiera ayudarnos —dijo con timidez
               el Pajarero.






               —Halcón Peregrino... repitió pensativo Silbo Brumoso—. No sé si está cerca. Tú
               sabes, Pajarero, que él no hace más que ir de aquí para allá. A lo mejor está en
               los alrededores, nada se pierde con probar. Y el cuidandero entonó un canto que
               invadió las montañas y el cielo, un canto poderoso dirigido a la montaña más
               alta, a aquella cuya cima no se veía, envuelta como estaba en la neblina azul.






               Jerónimo miraba en aquella dirección con el corazón latiéndole aceleradamente.





               De súbito, algo irrumpió de la neblina allá en lo alto.






               —¡Es un rayo! —gritó Jerónimo.






               Silbo Brumoso cesó su canto y segundos después un halcón magnifico se posó
               en un tronco frente a Silbo Brumoso y sus amigos.
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