Page 58 - El valle de los Cocuyos
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Al atardecer, cuando divisaron el volcán de Piedra, Jerónimo sintió un escalofrío.
Era enorme y en sus alrededores no había vegetación alguna, ni la mala hierba
crecía cerca del volcán tenebroso. Jerónimo pensó en la seguridad de su valle; en
el verde reluciente del día; en la luz de los cocuyos durante la noche; en su
rancho; en la voz tierna de Anastasia. El niño tenía miedo, pero sabía que no
podía y, sobre todo, que no quería volverse atrás.
Con la noche llegó la figura del Pajarero Perdido y esto lo reconfortó.
Estaban ya muy cerca del volcán y resolvieron pasar la noche al abrigo de un
árbol viejo cuyo tallo lleno de huecos albergaba unas aves extrañas.
—¿Qué es eso? —preguntó Jerónimo con aprensión, a la vez que señalaba las
aves.
—Parecen lechuzas —dijo el Pajarero.
No, Pajarero, no son lechuzas —dijo el niño.
El viejo se acercó al árbol sigilosamente y retrocedió enseguida con el mismo
sigilo.
—Apártate, Jerónimo, ya sé de qué se trata —dijo el Pajarero.