Page 44 - Princesa a la deriva
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CUANDO la niña descendió, ambas fueron a una bodega a buscar la red. La
encontraron bajo unos maderos. Era enorme y pesada. No les fue fácil jalarla y
llevarla arriba. En cubierta la amarraron a varias cuerdas, para luego echarla al
mar. Acabaron sudorosas, sucias de pies a cabeza. En un balde recogieron agua
de mar para lavar sus ropas y refrescar sus cuerpos. Se sentaron sobre el suelo de
madera, tomaron su ración de carne salada y agua dulce. El esfuerzo las había
agotado; se quedaron profundamente dormidas sin moverse del lugar.
Unas voces ásperas las despertaron. Sobresaltadas, se levantaron de inmediato.
Ante ellas unos desconocidos las amenazaban con sus espadas desenvainadas.
Vestían extrañas ropas, idénticas, pegadas al cuerpo. Les hablaban sin que la
princesa pudiera descifrar una sola palabra. De pronto escuchó al aya
contestarles en su idioma. Perpleja, los vio guardar sus armas. Le sorprendió ver
al aya sonreír.
—Nos van a llevar al otro barco, para hablar con su capitán.
—¿Quiénes son? ¿Por qué hablas su lengua?
—Pertenecen a la Marina Real Española, son gente de mi tierra.
—Por eso son tan pálidos, igual que tú. En tu tierra todos están desteñidos.
—Apúrate, afortunadamente nos han salvado —dijo el aya con lágrimas en los
ojos.
Desde la cubierta de la nave española, vieron cómo los marinos amarraban la
embarcación pirata para arrastrarla tras de ellos. Antes de presentar a las dos
mujeres con el capitán les dieron la oportunidad de lavarse y peinarse. Cuando
estuvieron más presentables, las llevaron al camarote principal, y las sentaron en
unos objetos duros de respaldos altos, que las obligaba a sentarse derechas. Milá
no lograba acomodarse. Después de un rato, entró el capitán acompañado por
varios de sus oficiales. Platicaron largamente con el aya en su extraño lenguaje.
No le prestaron la menor atención a la princesa, que se entretuvo en observarlos.
Le llamaban la atención sus rostros pálidos, cubiertos de espesas barbas, algunas
amarillas como sus cabellos. Varios de ellos, al igual que el aya, tenían los ojos
claros. La niña no entendía la razón de que escucharan con tanta atención a su
esclava y que a ella solo la observaran de tiempo en tiempo, como a un animal