Page 49 - Princesa a la deriva
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TARDARON una semana en llegar al puerto de Manila. Durante la travesía, la
               princesa se entretuvo observando a los marineros. Su lengua y sus costumbres le
               resultaban extrañas: vestidos con ropa tiesa, se movían con la rigidez de unos

               muñecos de madera. De noche, ellas solían acompañarlos, sentadas en sillas
               duras, alrededor de una larga mesa. Comían sin encorvar la espalda, con ayuda
               de unos artefactos raros que cortaban y pinchaban la comida, antes de metérsela
               a la boca. A Milá le resultaba incómodo y tonto; con los dedos o con una cuchara
               para las salsas se comía más rápido y sabroso. Nada de estas cosas parecía
               incomodar al aya; por el contrario, platicaba animadamente con los oficiales en
               su lengua. A la niña casi ni le dirigía la palabra, a no ser que fuera para
               corregirla. La princesa se aburría mucho; prefería estar al aire libre, aunque no le
               permitieran moverse con libertad sobre la cubierta.


               Cuando el navío atracó en Manila, ambas quedaron sorprendidas de ver tantas
               embarcaciones y un mundo de gente en el puerto; jamás habían visto algo
               semejante. Descendieron escoltadas por marinos que las llevaron al palacio del
               gobernador. Él sería el responsable de tomar la decisión sobre su futuro.


               Mila Milá nunca había visto tantos guardias armados en su vida. En palacio solo
               los había frente al ingreso de los jardines reales y ante las puertas del salón del
               trono. En cambio acá los había a la entrada del patio principal, frente a la puerta
               principal y ante cada puerta de un largo corredor. Se dijo que quizás esto se
               debía a que estaban en guerra o bien temían la llegada de barcos pirata.


               Entraron en un gran salón donde aguardaba el gobernador acompañado de
               muchos hombres, algunos armados de espadas y otros no. Dos enormes
               candelabros con velas colgaban del techo. Todos las miraban con curiosidad.
               Delante del gobernador, el aya hizo una profunda caravana y le pidió a la niña
               que la imitara. El gobernador les habló en su extraña lengua y el aya contestó de
               inmediato. Milá supuso que les contó toda su historia porque de tiempo en
               tiempo volteaban a verla como si fuera una rara cacatúa. Incómoda, interrumpió

               al aya y le exigió que le explicara lo que acontecía. Quería saber si les había
               informado de que ella era Mila Milá del gran Reino del Elefante Blanco, y no un
               animal extraño. Con inesperada firmeza, el aya le exigió que no la interrumpiera.


               Por más que el aya describió el Reino del Elefante Blanco, nadie había oído
               hablar de él. El gobernador le aseguró que preguntarían entre todos los
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