Page 50 - Princesa a la deriva
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mercaderes y capitanes de navíos en el puerto si conocían el mentado reino.
Mientras, permanecerían bajo su protección hasta que determinaran lo que
harían con ellas.
Las instalaron en una habitación amplia y soleada. La princesa revisaba todo el
mobiliario; no se parecía a nada que hubiera en su palacio. Le gustó un espejo
donde se podía mirar de pies a cabeza. Había otro mueble de madera, con
asideros para jalar cajones repletos de telas. En cambio, el aya se sintió en casa.
Al poco rato vinieron por el aya para que fuera a hablar con el gobernador. Milá,
para entretenerse, decidió jugar a hacer gestos delante del espejo: a veces era su
padre el rey; a veces, Rajid el Temible; a veces, el aya; a veces, el gobernador.
Después de un largo rato, apareció por la puerta una mujer que a señas le pidió a
la niña que la siguiera. A pesar de no ser una paliducha como el aya y el
gobernador, tampoco hablaba la lengua del Reino del Elefante Blanco. Milá no
pudo encontrar respuestas a sus preguntas. La mujer solo levantaba los hombros
y abría los ojos como si no entendiera una sola de sus palabras.
Entraron en un salón pequeño, donde la aguardaban el gobernador, el aya y un
hombre que no vestía uniforme. Los tres continuaron su plática; la princesa se
quedó parada en espera de alguna explicación.
—Me vas a decir lo que está pasando o me vas a callar otra vez; a mí, a Mila
Milá. Cuando esté de regreso con mi padre le contaré que me faltaste al respeto y
te mandará azotar.
—No sé si puedas regresar a casa —dijo el aya mirándola con tristeza—. Aquí
nadie conoce el reino de tu padre. Mañana, este señor sentado junto al
gobernador vendrá por nosotras y nos llevará a su casa. Solo quería conocerte.
—Pues ya me conoció —dijo enojada Milá.
El aya continuó platicando con los dos hombres, un rato; después se levantó,
hizo una leve caravana, tomó del brazo a la niña y salieron. Por más preguntas
que hizo la niña, el aya solo contestaba con evasivas.
Al día siguiente se mudaron a la casona del hombre, que se hacía llamar don
Joaquín Mendoza de los Santos. Las instalaron en dos habitaciones contiguas.
Después de un largo rato, el aya apareció vestida diferente. Su nuevo ropaje la
cubría hasta el cuello. Solo sus dedos de la mano aparecían de entre la tela, y una