Page 56 - Princesa a la deriva
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DURANTE las semanas que transcurrieron antes de partir, la princesa se volvió
               inusitadamente triste y silenciosa. Por más que el aya intentaba reanimarla
               contándole historias sobre esas tierras lejanas que visitarían, o bien mostrándole

               el ropaje vistoso que le estaban cosiendo, la niña no reaccionaba. Su desgano era
               tal que ni apetito tenía. El aya, que la conocía desde pequeña, comprendió la
               causa de su tristeza. Ella misma había sufrido de lo mismo. Era terrible entender
               que no volvería a ver a sus padres. Pero doña Inés había aprendido que el tiempo
               obra milagros: las personas se reconcilian con su suerte. Quizá la pequeña
               recuperaría su alegría y su afán por conocer lo desconocido.


               Intentó enseñarle algunas palabras en español, pero la niña se tapaba los oídos y
               se negaba a escucharla. Una tarde le explicó con mucha paciencia que en Manila
               ella era tan solo una huérfana más de padres desconocidos.


               —Eso no es posible, si mi solo nombre, Mila Milá, indica que soy hija de rey —
               respondió indignada la princesa.


               —Aquí y en muchas tierras más desconocen la venerable lengua del Reino del
               Elefante Blanco. Por eso insisten en llamarte de otra manera, quieren darte un
               nombre en castellano.


               —¿Y qué nombre sería ese? —preguntó altiva la princesa.


               —Micaela.

               —¿Mica quién? —explotó la niña—. Suena a lombriz.


               —En realidad es un nombre muy bonito y de alguna manera se parece al tuyo.
               Date cuenta de que a mí me fue mucho peor. Perdí mi nombre y nunca me dieron
               otro; simplemente me decían aya.


               La princesa, enfurruñada, se fue a sentar sobre un sillón con las piernas cruzadas.
               Doña Inés trató de reanimarla; le ofreció enseñarle las nuevas costumbres, el
               nuevo idioma, y sentarse sin cruzar las piernas. La niña la miraba con enojo.


               —Cada mañana te buscaré y te enseñaré mi lengua y las buenas maneras de mi
               tierra.
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