Page 72 - Princesa a la deriva
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agitaban la mano o levantaban ambos brazos para saludar a la gente a bordo del

               navío. Cohetes y músicos acompañaban el jolgorio.

               Tan pronto atracó, don Joaquín Mendoza de los Santos descendió a hablar con su
               capataz, que aguardaba con una veintena de hombres para desembarcar el

               equipaje y la mercancía que almacenarían en un bodegón. Rajid no se despegaba
               de la niña. Sin que nadie escuchara, le susurró al oído:

               —Mila Milá, no diga nada, solo escúcheme. Por lo que veo, nadie nos tiene bajo

               su mira. Podríamos descender y, tan pronto pisáramos tierra, escaparnos.

               —Ay, Rajid, eso me parece muy bien; pero ¿qué haríamos en esta tierra extraña
               tú y yo solos?


               —Buena pregunta, Ramón —habló a sus espaldas doña Inés, que se había
               acercado al verlos cuchichear—. Dicen que en estas tierras, a los naturales les
               gusta comerse a la gente después de arrancarle el corazón.


               El pirata y la princesa se miraron horrorizados.


               —Otra vez asustándonos, ayita —dijo la niña.


               —¿No les he pedido que dejen de hablar en la lengua del Reino del Elefante
               Blanco? Puede que no se los coman, pero lo que sí sé es que si se escapan, los
               atraparán fácilmente; de castigo se llevarían veinte latigazos. Yo no podré hacer
               nada para evitarlo.


               Desde el muelle, don Joaquín les hizo señales de descender a tierra. Cuando
               llegaron junto a él, dio instrucciones de que los llevaran a un hostal, donde
               debían permanecer hasta su llegada. Él los alcanzaría más tarde, cuando hubiera
               terminado de atender sus asuntos.


               Durante los siguientes días, pocas veces vieron al comerciante. Este salía
               temprano y regresaba entrada la noche. Doña Inés prefería pasear por la tarde,
               cuando el calor era menos intenso. Siempre se hacía acompañar por Ramón y
               Micaela. Por instrucciones de don Joaquín, siempre iban detrás de ellos tres

               hombres con machete. Rajid no sabía si era para protegerlos o para evitar que él
               y la princesa huyeran. Durante esos paseos, Milá o Micaela se asombraba de
               todo cuanto veía y no cesaba de hacer preguntas. Le llamaba la atención el color
               de la piel de los aborígenes, oscura como la suya. Quería saber por qué no
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