Page 73 - Princesa a la deriva
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hablaban la lengua del Reino del Elefante Blanco. Cada vez que intentaba hablar

               con ellos, todos la miraban azorados, bajaban la cabeza y aguardaban
               respetuosos a que la niña se retirara.

               —Pero si ya te dije que nadie aquí habla tu lengua materna, qué terca eres —dijo

               doña Inés.

               —No entiendo la razón. No son paliduchos como tu gente, se parecen más a mí
               y a Rajid. Podrían hablar nuestra lengua, porque la tuya, es obvio que muchos la

               desconocen.

               —En esta tierra, los naturales hablan diversas lenguas y ninguna que se parezca
               a la tuya. Pero si insistes en causarles azoro, podrían creer que eres una especie

               de bruja con intenciones de echarles un mal de ojo, y así sí pueden causarte
               muchos problemas.

               —Ay, ayita… Bueno, no me apuntes con el dedo… Doña Inés, no importa qué

               nombre uses ni qué ropa vistas, siempre quieres asustarme.

               Como si se hubieran puesto los tres de acuerdo, intentaron disfrutar de su mutua
               compañía todo el tiempo. Doña Inés no perdía la ocasión para darle consejos a la

               niña para que su comportamiento no le acarreara problemas cuando fuera
               enviada a la corte. En cuanto a Rajid, le recomendó controlar su carácter para
               que no lo enviaran a trabajar a las minas. Lo cierto es que doña Inés, con el paso
               de los días, sentía tristeza de saber que ya no estarían juntos nunca más. En
               breve tendrían que despedirse, y los tres intentaban disimular su pesar.


               Una noche, mientras merendaban, llegó don Joaquín Mendoza de los Santos. Le
               informó a doña Inés que el virrey había regresado a España; el nuevo apenas
               había desembarcado en el puerto de Veracruz. Sin conocerlo, le resultaba
               incómodo llegar a la corte y obsequiarle a la chinita. El nuevo virrey podría ver
               esto como un intento de soborno.


               Doña Inés no pudo contener su gusto al escuchar esta noticia.


               —Don Joaquín, seguramente mi tío me haría el inmenso favor de comprarla y
               ponerla a mi servicio.


               —Eso sí le digo, si su tío no quiere pagar por ella, conozco a varios hidalgos en
               Puebla que se pelearían por tenerla en su morada. Le agradezco su buena idea:
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