Page 52 - Un poco de dolor no daña a nadie
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RENAL






               ABRIÓ los ojos. Intentó recordar dónde se encontraba. Durante algunos
               segundos se sintió confundido. Así solía suceder cuando estaba enfermo. Miró a
               su alrededor y se dio cuenta de que se hallaba recluido en un hospital. No era la
               primera vez. Las ideas se ordenaron poco a poco en su cabeza. Y recordó:
               llevaba demasiado tiempo cautivo en aquella cama.


               Su mirada resbaló lentamente por la pared desnuda. La lámpara que colgaba del
               techo parpadeaba. Emitía un ruido monótono que se apropiaba del ambiente. De
               su brazo brotaban tres sondas transparentes que provenían de enormes bolsas
               que contenían sueros u otras sustancias y colgaban de un tripié. Sin embargo, ya

               estaban vacías. La enfermera despistada aún no se había dado cuenta. Era el
               colmo. Trató de sentarse en la cama. Rechinaba más que el ataúd de un muerto.
               Le dolía la espalda. Tantos días hundido en aquella cama le cobraban el precio.
               Encima de una vitrina se hallaban algunos utensilios médicos: jeringas, alcohol,
               una caja de metal, algodón, un vaso, un termómetro, una ligadura. Y una caja de
               Rinoval, el medicamento básico de los enfermos renales.


               —Maldición —se quejó. De golpe vino a su mente la enfermedad que lo tenía
               postrado ahí: insuficiencia renal. Su abuela lo había internado hacía varias
               semanas, pero se esmeraba por visitarlo lo menos posible. No le extrañaba.
               Nunca lo había querido. Ya había escuchado algunas veces a las enfermeras
               comentar que siempre se encontraba solo. Lo tenía sin cuidado. Se tocó el área
               afectada. No le dolía. Los analgésicos hacen milagros.


               Sabía que caminaba por el filo de la navaja. Esperaba —tal vez ingenuamente—
               que alguien le donara un riñón. Era curioso aguardar a que alguien se accidentara
               para entrar en esa suerte de tómbola donde él podía ser el afortunado receptor de
               algún órgano donado por la generosidad del occiso. Sin embargo, la espera se
               prolongaba hasta el hartazgo.


               Movió el tripié con las bolsas a las que estaba conectado para desplazarse.
               Caminó hacia la estación de enfermeras, pero estaba desierta. Solo un reloj
               colgado del muro parecía dar siempre la misma hora. Era extraño. Ni un alma
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