Page 53 - Un poco de dolor no daña a nadie
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deambulaba por el pabellón. Como si fuera un día de fiesta. O de reunión

               sindical. Cada vez que daba un paso debía mover el tripié. Al hacerlo, este
               producía un ruido semejante a un rechinido que rebotaba en las paredes.
               También sus pasos resonaban en aquel piso cuadriculado y un poco amarillento.
               De seguro no le habían pasado un trapeador en años. Así solía ser en algunos
               hospitales públicos. Su abuela se lo había dicho, pero entonces no le había dado
               la menor importancia. Ella acostumbraba quejarse de todo. Ojalá un día se
               enfermara de los riñones para que supiera lo que era el verdadero sufrimiento. Y
               esta espera infinita.






               Llegó hasta el pasillo que conducía al salón de hemodiálisis. El personal,
               ausente. Parecía que a todos se los había tragado la tierra. Entró al baño. Miró el
               espejo y quedó boquiabierto. Tenía un aspecto pésimo: ojeras profundas, la
               palidez cadavérica de un enfermo terminal, la piel pegada a los huesos. No pensó
               que se viera tan mal. Salió al pasillo principal —arrastrando el tripié— lo más
               rápido que pudo. Ahora lo recordaba bien. Varias veces escuchó a otros
               pacientes comentar en voz baja que había un pabellón solitario que se localizaba
               en el quinto piso. Un viejo pabellón siempre desocupado porque enfermeras,
               doctores y afanadores sentían pánico y no se animaban a entrar. Se puso
               nervioso. Empezó a temblar involuntariamente. Caminó hacia el extremo para
               identificar el número. Se apoyó en las paredes. Los cuartos estaban vacíos. Allí
               no se había hospitalizado a nadie en años. ¿Qué clase de broma era esta?


               Salió por otro pasillo que conducía a las escaleras, y de repente escuchó un
               sonido intermitente de metal que golpeaba el piso. Vio una sombra que se movía
               apoyada en unas muletas. ¡Pertenecía a un niño que vestía una bata azul! Quizá
               tenía su edad. Menos de diez metros los separaban. Se miraron a los ojos.


               Un grito arañó el aire.


               Luego oyó pasos que se aproximaban. Una sombra más grande se precipitó
               sobre el niño de las muletas.


               —¿Qué pasa?, ¿qué pasa, mi amor?


               Tiritando de miedo, el niño de la bata azul apuntó hacia el fondo del pasillo y
               exclamó:
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