Page 58 - Un poco de dolor no daña a nadie
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UN POCO DE DOLOR NO DAÑA A NADIE






               EL edificio era feo; con sus ventanales oxidados parecía el rostro decrépito de un
               tuerto sin algunos dientes. Los ventanales tenían balcones falsos donde
               solamente se paraban las palomas a contemplar cómo el sol se sumergía detrás
               de edificaciones grises todas semejantes. Tenía cinco plantas. Lo había
               construido a principios de los años treintas del siglo pasado un arquitecto que
               pareció esmerarse en hacerlo gris y desprovisto de alma. Era un conjunto

               departamental dividido en tres módulos.

               Lo administraba una señora que jamás se paraba por esos rumbos. Solo se
               dedicaba a cobrar el alquiler. Su abuelo y su padre habían instituido la regla de

               que ahí no se admitían niños, pero al morir su padre, ella decidió cambiar las
               reglas.

               Más pronto que lo esperado, el bullicio y los gritos agudos de los pequeños

               empezaron a rebotar por los muros roídos. El silencio, que se había hecho una
               mala costumbre en aquel sitio, empezó a quebrarse. De diferentes casas salían
               niños de diferentes tamaños. Los vecinos que no tenían hijos se sintieron
               incómodos al principio, pero al paso de los meses acabaron aceptando la nueva
               situación con una sonrisa. A veces tenían que hacerse a un lado para dejar pasar
               a los niños que corrían; otras, los miraban como quien debe soportar un mal
               menor.


               Entre los vecinos destacaba un anciano inexpresivo como una piedra. Tenía una
               pequeña joroba, que disimulaba con hombreras y una larga gabardina que no se
               quitaba ni en el verano más caluroso. Todos los viernes bajaba de su
               departamento en el tercer piso para comprar siempre latas de sardinas en salsa de
               tomate, un frasco de mostaza y una bolsa de cochinitos, esos panes de harina
               oscura en forma de cerdo. Lo sabía porque dos o tres veces lo encontré en la caja
               del supermercado, pagando. Aunque era muy seco, a veces sonreía a los niños, y
               creo que solo a nosotros, porque con los grandes no cruzaba ni media palabra. Se

               llamaba Herminio, pero en voz baja nosotros le decíamos don Hermitaño.

               Cerca de él vivía la monarca de los gatos, una viejecilla que tenía más gatos que
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