Page 61 - Un poco de dolor no daña a nadie
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Como que no me creyó.


               —Esto no me da buena espina; ojalá que ustedes no tengan nada que ver con
               esto, porque si no, ¡ya verán, chiquitos!


               Miré a Mario, que estaba más amarillo que mi hermanita cuando le pegó la
               hepatitis. Yo solo le comenté:


               —Creo que esta señora está perdiendo la cabeza. ¡Ahora resulta…!


               La mamá insistía; se acercó a su hijo empapado en lágrimas. El niño le dijo que
               iba caminando cuando de repente sintió que algo pasaba entre sus pies, y al tratar
               de dar el siguiente paso se fue de bruces por la escalera. Techo, barandal,
               escalones, telarañas, zapatos y manos dieron vueltas a su alrededor, hasta que
               sintió que algo se quebraba en su pierna. Y después no supo más que de ese
               dolor agudo que lo hizo llorar como nunca.


               Cuando nos quedamos solos, Mario y yo nos quedamos viendo. Una idea vino a
               nuestras cabezas al mismo tiempo:


               —¡La pelota azul! Sí, la que pateaste hacia arriba el otro día. Es la misma.


               —¿De veras?


               —Sí, la reconozco bien.


               La buscamos, pero no la encontramos por ningún lado.





               Teodoro, a quien llamamos Teo, estuvo varias semanas con el brazo enyesado.

               Ahora sí, cada vez que lo veíamos subiendo o bajando por las escaleras,
               acompañado de su papá o de su mamá, lo saludábamos. Un día hasta nos pidió
               que pusiéramos nuestra firma en el yeso, y la verdad es que sentí vergüenza,
               porque yo ni firma tenía. Mario hizo un garabato largo y difícil que estoy seguro
               no volvería a salirle nunca igual, porque lo inventó allí mismo para lucirse. Pero
               yo no dije ni pío. Al otro niño, al que tiene cara de tomate, también lo
               saludamos, pero nada más una o dos veces, porque nos devolvía el saludo de
               mala gana, como si nosotros supiéramos quién era el causante de su accidente.
               Teníamos la vaga sospecha de que la pelota azul tenía algo que ver en todo esto,
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