Page 66 - Un poco de dolor no daña a nadie
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dulce abuela de Lily, que odiaba a los animales.
—Ese hombre que trabaja de policía siempre ha mirado con desprecio a los
niños. No los soporta, por eso ha de estar tratando de aniquilarlos —sostuvo otra
vecina.
—A mí esos niños me dan mala espina… —nos acusó el papá de Georgina; le
caíamos gordos porque jugábamos fut.
—¡Las escaleras están embrujadas! —gritó doña Tachuela.
—Creo que el viejo calvo con cara de palo detesta a los niños —aseguró la
mamá de Alejandra.
Aquello se estaba volviendo un manicomio. Los inquilinos estaban desesperados
y se culpaban unos a otros. Casi todos los niños de aquel conjunto residencial
habían sido víctimas de las trampas que colocaba una mano invisible.
Mario cayó dos días después. Alguien le arrojó la pelota a los pies cuando se
dirigía a la tortillería, y trastabilló por la escalera. Menos mal que no se rompió
nada, pero ahora caminaba renqueando más. Ya no quedaba nadie ileso,
excepto… yo. ¡Rayos!
En los tres días que siguieron, no salí de casa. Mi mamá comentó, con tono
burlón:
—Me extraña que no andes de vago como es tu costumbre.
Me la pasaba acostado en el sillón, hojeando revistas de Memín, de Porky y de
La pequeña Lulú para no pensar en cosas terroríficas. Mario y yo platicábamos
de ventana a ventana, y él me proponía que jugáramos en el patio de la entrada.
“Me duele la cabeza”, le decía; “tengo mucha tarea” o “estoy leyendo”. Pero
seguro que no me creía nada de nada.
—¿No te estará haciendo cus-cus? Se me hace que sí le tienes miedo al fantasma
del viejo amargado. ¡Y eso que no crees en fantasmas!, ¡qué chistoso!