Page 65 - Un poco de dolor no daña a nadie
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mi cabeza. Si el viejo dueño de este edificio quería expulsar a todos los niños,

               tarde o temprano se saldría con la suya. ¿Quién seguiría? ¿Yo? ¿Mario? ¿La niña
               narigona que iba en secundaria? Aquí había una mano malvada, un pie maligno
               o una pelota azul que se esmeraba en que todos los chicos se rompieran algún
               hueso. Pero si el responsable era el espíritu malvado del viejo Melquiades, no
               sería tan fácil acabar con la cadena de accidentes, porque no cualquiera puede
               asustar a un fantasma.






               Dos semanas más tarde, aquello parecía un hospital de guerra. Cuatro niños más
               se incorporaron a la lista de heridos: Georgina, la niña pecosa que era hija de la
               maestra de danza, se quebró dos costillas y la muñeca izquierda cuando se cayó
               por pisar un jabón mojado; Ramiro, el parlanchín, se luxó la cadera al resbalar
               desde el barandal y estrellarse contra la pared; Lily, la despeinada, se rajó el
               codo derecho y se falseó el tobillo al pisar un escalón falso, y Alejandra, la niña
               delgada como un fideo pero muy bonita e inteligente, se fracturó una rodilla y un
               hueso del brazo cuando “alguien” la empujó afuera de su departamento, donde
               vive con su mamá, que se llama Erica. El edificio se convirtió en una sala de
               emergencias.


               Los papás de todos estaban histéricos y atemorizados. Le reclamaron a doña
               Tachuela que no mantuviera limpias las escaleras, sin cacas de gato o de perro ni
               cáscaras de frutas o envases rodando por el suelo. Exigieron la presencia del
               dueño del edificio, pero este nunca acudió; únicamente los atendió por teléfono y
               alegó que el asunto era exclusivamente de ellos, pues no tenía nada que ver con
               la sucesión de accidentes.


               Muletas, férulas de yeso, vendajes y hasta sillas de ruedas empezaron a hacerse
               comunes en aquel lugar.


               Las dos o tres familias que no tenían víctimas entre sus hijos, decidieron
               marcharse lo más rápido posible. Huyeron apenas empacaron sus cosas,
               temerosas de que les ocurriera algo trágico a sus niños. Incluso la niña pecosa y
               el niño que hablaba hasta por los codos se marcharon. Algunos adultos pensaban
               que nada era casual, que había una mano oscura que intervenía en cada uno de
               los casos.


               —Todo es culpa de esos gatos. Hay que matarlos a todos, ¡a todos! —sugirió la
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