Page 67 - Un poco de dolor no daña a nadie
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Tenía razón, me estaba comportando como un avestruz, metiendo la cabeza en
las revistas o en los libros de Español. No podía dejar que mi niñez transcurriera
encerrada entre esas cuatro paredes.
—Nos vemos a las 4:00 abajo. ¿Okey? ¡Gallina el que se raje!
—¡Sale!
Comí, medio hice la tarea, me puse un short. Hacía mucho calor. Tomé una
botella de agua para refrescarme y bajé. No había nadie. Un viento distraído
jugaba con unas envolturas de Gansito. Apoyé los codos en las rodillas y me
quedé pensando. Respiré hondo. Tomé un trago de agua. Esperé durante un rato;
Mario no llegaba a la cita. Bostecé y cerré los ojos, cuando de repente un golpe
me hizo abrirlos. Se me heló la sangre al ver cómo la pelota azul rebotaba en
medio del patio. Alguien la había arrojado desde uno de los pisos de arriba.
Me levanté de un salto y volteé hacia allá, pero ni rastro de nadie. La pelota
siguió rebotando, cada vez más despacio, hasta que se detuvo. Me le quedé
viendo como quien observa a una criatura viva. Temblaba. Sí, yo temblaba. Los
dientes me castañeteaban; los apreté para que no hicieran ruido.
Mario me encontró pálido.
—¡Épale, parece que te cayó un rayo!
Lo miré y señalé la pelota.
—¿De dónde la sacaste? —preguntó.
—Yo no la saqué, cayó de arriba. Alguien la aventó.
—¿M-Melquiaaades?
—Espero que no.
—¿Te hiciste pipí? ¡No manches!
—Es agua, menso; se me cayó.
Miré a mi alrededor y, al ver que no había nadie, le dije en susurro: “Tenemos